Más allá de los pies desnudos, un mechón pelirrojo caía por el lado izquierdo de la camilla como un hilo de sangre. Hacía frío, y todo lo que la detective Santos podía ver mientras esperaban a la forense era:
1. Un pulgar etiquetado,
2. Un poco de pelo rizado,
3. La suave elevación de dos pechos ocultos por la sábana.
Por lo demás, en la sala de autopsias había otras dos camillas vacías y una repisa metálica que recorría toda la pared de la izquierda. Junto al grifo y al dispensador automático de desinfectante, una bandeja también metálica custodiaba las pertenencias del cadáver. Santos no podía ver su contenido, pero era evidente que no había nada identificativo. Ella estaba allí porque el accidente había ocurrido frente al portal de su agencia, y el inspector Torres confiaba en que pudiese ayudarles.
–¿Estamos listos? –preguntó la forense Parisio entrando como un vendaval.
Santos y Torres se colocaron a ambos lados de la camilla. Cuando la forense levantó la sábana, la detective sofocó un grito.
–¿La conocías? –preguntó Torres.
–Es Cristina Crossley… o alguien que se le parece mucho. Íbamos juntas al instituto.
–¿Podríamos localizar a algún pariente?
–Tal vez, si sus padres viven intramuros. Hace años que perdimos el contacto.
–Perfecto, preguntaremos en el censo de reubicados.
–¿Puedo? –preguntó la detective Santos a la forense, señalando el cadáver.
Parisio hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y terminó de retirar la sábana. La melena rojiza de Cristina Crossley, o de alguien que se le parecía mucho, se desbordó por los laterales de la camilla.
La detective Santos contempló en silencio aquella constelación de pecas con las que había soñado miles de veces. El lunar que se escondía bajo el escote del pecho izquierdo. Los dedos regordetes de inglesita glotona, las uñas mordidas. “Siempre fuiste demasiado insegura”, pensó.
–¿Habéis visto eso? –comentó Parisio, sacándola de su ensimismamiento.
Santos siguió el índice de la forense hasta las marcas de moratones que oscurecían los brazos del cadáver, y no pudo evitar un gesto de dolor.
–¿Víctima de malos tratos? –preguntó Torres.
–Muy posible. Sacaremos algunas fotos, hay hematomas bastante viejos.
–Gracias. Nosotros hemos terminado por aquí.
Santos se apoyó en el inspector Torres mientras recorrían los pasillos del depósito hasta la salida. Cuando el viento le azotó la cara, recuperó la compostura.
–¿Un cigarro? –dijo Torres tendiéndole un Ducados mientras caminaban en silencio.
Santos aspiró lentamente mientras la llama del mechero prendía el papel. Hacía años que no fumaba.
–¿Me lo vas a contar, detective?
–¿El qué?
–Por qué atropellaron a esa chica en la puerta de tu agencia.
–Ni idea. No la he visto en años.
–Ya, pero, ¿habíais estado muy unidas?
–Supongo… Todo lo unidas que pueden estar dos pelirrojas en un instituto.
–Esos moratones tenían mala pinta, Santos.
–Cris nunca fue muy buena eligiendo sus compañías –comentó Santos con desgana–. De todas formas yo no llevo esos temas.
–Pero tu nombre está en la web de Maroto Detectives. Tal vez…
Hubo un silencio tenso. Finalmente Santos se encogió de hombros.
–Demasiado tarde –contestó, apurando la última calada.