El Ciclo de Torres

GAME OVER

El viernes me quedé sin bourbon. Había pasado tres días vaciando el contenedor de la calle Maestro con los del laboratorio, y tenía toda la noche por delante. El resultado estaba sobre la mesa: una bolsa de plástico transparente con más de cincuenta pedazos de cerámica blanca.

Digo mesa, pero eran cajas. En algún sitio había leído la historia de un americano que dormía sobre cajas llenas de libros, y la idea aplicada a mi propia mudanza resolvió por un tiempo mis necesidades básicas de mobiliario. A veces uno tiene suerte y se encuentra con una ganga en las subastas por desahucio. La ganga era una buhardilla con paredes reventadas por la humedad y vigas carcomidas, pero estaba en la Plaza Mayor y tenía orientación norte. Me gusta observar el cielo de Madrid al atardecer. Si está cubierto, las luces de la ciudad rebotan como balas contra nubes anaranjadas. Si no, la luz se expande por el horizonte como el hielo en un vaso de bourbon, derritiéndose lentamente.

Aquella bolsa de plástico podía ser una prueba determinante en el caso de homicidio que teníamos entre manos, o simple basura. Eran trozos de diversas formas y tamaños, el más grande de unos dos centímetros y medio de largo.

Me esperaba una noche larga. Al menos, tenía mi Southern Comfort. Reserva especial, con whisky, no esa broma a base de saborizantes que venden ahora. Dejé la chupa sobre el sofá y saqué la botella del aparador. Agradecí una vez más a Martin Wilkes por hacer del mundo un lugar mejor, y me serví generosamente en un tarro ancho de cristal. Añadí un par de hielos del congelador, encendí un cigarro y me recosté en el sofá. Me gusta este bourbon acaramelado, sabe un poco a Kojak, y su aroma a malta siempre me trae un montón de recuerdos. No es bueno olvidarse de quien es uno; esta buhardilla, sobre la Casa de la Carnicería, es como una buena copa: me tranquiliza. Es bueno saber que la sangre puede limpiarse, sin dejar rastro, hasta en el puto Madrid.

Disfruté el primer bourbon sin prisas, con la banda sonora de Sons of Anarchy a tope en el reproductor del móvil. Hey hey my my, rock and roll can never die, gritaba Neil Young mientras el sol se ponía al otro lado del ventanal. En la serie habían metido una versión de Battleme, pero yo prefería escuchar la original. Cuando saltó Soldiers Eyes, me puse manos a la obra.

¿Cómo se reconstruye algo que ni siquiera sabes qué forma tiene o si cuentas con todas las piezas? Bonito reto para una noche de viernes, my friend. Recuerdo que empecé separando las piezas por tamaños. Salieron tres montones. Luego me centré en cada grupo y traté de buscar algún patrón. Seleccioné de cada montón los pedazos con un lado recto y los apilé aparte. Estaba orgulloso de mí mismo.

Entonces se me ocurrió que iba a necesitar algo que hiciese de estructura donde montar las piezas. Así que me levanté para buscar algo que pudiese servirme, y acabé trasteando entre las carpetas de viejos expedientes a medio colocar. Aquello podía servirme. Arranqué la tapa trasera de una de las carpetas. Iba a dejar caer el fajo de vuelta a la caja, cuando me fijé en el número de expediente. Allí estaban los Siete Números Negros: 12.546/13. Lo abrí y me dejé resbalar por la pared hasta acabar sentado en el suelo…

No debía llevar ni tres meses en la inspección cuando toda aquella mierda me saltó en la cara. Tardamos casi diez semanas en trincar a ese maldito cabrón. Había pasado a cuchillo a los viejos en mitad de un mal viaje, aunque él ni siquiera recordaba haber pasado por su casa el día de autos. La investigación se alargó por falta de pistas. Según el informe, la familia pasaba un fin de semana en su chalecito de la sierra, cerca de Rascafría. En la casa sólo encontramos huellas de la familia.

Estábamos en un punto muerto cuando unos chavales que acampaban por la zona encontraron lo que resultó ser el arma homicida. El cuchillo de carne de mi madre estaba tirado entre unos matorrales, a varios kilómetros del lugar del crimen. Rastreamos la zona hasta localizar los restos de una sudadera con manchas de sangre. Tenía grabadas las palabras Ready Player One y una nave espacial disparaba rayos láser hacia ellas.

El hijo menor de los fallecidos identificó la sudadera. Y yo también. La había visto cientos de veces. Cuando empezaron a presionar a los colegas de mi hermano, acabaron confesando que esa noche habían estado de ensetada por la zona. El resto no necesitaba leerlo. Lo recordaba con precisión enfermiza. No podía decir que no lo había visto venir. Al fin y al cabo, yo le enseñé a degollar conejos.

El verano anterior habíamos visto la sudadera en una tienda de Nueva Orleans y le había flipado. Recuerdo que nos fundimos la primera botella de Southern Comfort esa misma noche. Allí, en el barrio latino, en la taberna de McCauley, donde Martin Wilkes había dado con la fórmula que cambiaría mi forma de entender el whisky.

Dejé caer el fajo de papeles y me encendí un cigarro. Hacía calor. Me levanté para abrir el ventanal. Era otra noche sin estrellas. Terminé el cigarro y me puse otro bourbon con mucho hielo. Guardé el expediente, recogí el trozo de cartulina rota y saqué unas tijeras de pescado del cajón de la cocina. Me llevó un poco más encontrar el tubo de pegamento Imedio entre las cajas de chismes de oficina.

Cuando volví a tirarme en el sofá, me quedé un rato mirando desde arriba los montones de piezas blancas, por si se me encendía la bombilla. Vistas todas juntas, daban la sensación de haber formado parte de algún tipo de cubo, tal vez algo más grande que uno de Rubik. A mi hermano le encantaban aquellos cacharros, tenía una jodida colección en la vitrina de su cuarto. No tardé mucho en estar tan concentrado en la tarea como para que los minutos empezasen a pasar de veinte en veinte.

Con la tercera copa, apareció sobre la mesa la base de un cuenco de unos siete u ocho centímetros de ancho. El resto de piezas bien podían ser las paredes del cuenco, aunque algo no terminaba de encajar: había demasiadas y estaban demasiado rotas. Tras varias horas de trabajos manuales, un paquete de cigarrillos y dos copas más, ya no tuve dudas de que la forma original había sido algún tipo de cuenco, aunque por algún motivo las piezas que formaban las paredes estaban como duplicadas, como si en realidad lo que estaba montando no fuese un cuenco, sino su molde.

También el expediente 12.546/13 estaba duplicado. La copia que guardaba en las cajas de la mudanza me había costado un año de suspensión. Enajenación mental. Me había librado por los pelos. El día antes de que le trincaran, mi hermano me dijo que el Pelu le debía un par de favores y que llevaba unas semanas viviendo en su sótano. «Todo va a ir bien, bro —le dije—, ya se me ocurrirá algo». O alguna trola de esas. Vaya mierda de trampa.

Miré el reloj, eran las cinco de la mañana. Había llegado la hora del café. Tengo mi particular ritual del café. Me gusta prepararlo personalmente, en casa, de madrugada, en la misma vieja cafetera italiana que me regaló mi madre cuando me independicé. Desenroscar la base, abrir el grifo, dejar correr un poco el agua antes de llenarla. Colocar el filtro, añadir cuatro cucharadas de café molido.

Últimamente me había aficionado al Alipende del Ahorramás, la crisis no perdona. No presionar, nunca presionar, sólo nivelar, para que el agua se filtre bien. Enroscar la parte superior, encender el gas, las llamaradas azules como siete fantasmas en la noche, y darle caña al fuego unos veinte segundos. Bajarlo suavemente y dejar hervir a fuego lento. Me gusta el café intenso. Me relajo cuando el aroma del café satura la atmósfera.

Desde que maté a mi hermano, me gusta tomarme mi tiempo para el café, en esas horas en las que la noche amenaza con quedarse para siempre, esos momentos en los que el sueño aún puede vencerme y arrastrarme hacia la oscuridad; cuando aún es posible que la mañana llegue sin traer consigo el día. Me gusta la forma en la que el café me trae de vuelta a la cordura tras una noche en vela jugando a montar puzles en tres dimensiones. Cada uno tiene sus manías.

Mientras saboreaba la primera taza, saqué un par de fotos de mi obra maestra con el móvil y recogí los restos de cartulina, las tijeras de pescado y el pegamento. Sobraban algunas piezas que no había tenido los huevos de encajar con el resto, y que fueron devueltas tal cual a la bolsa de plástico transparente. Tras despejar la mesa, saqué del bolsillo los cascos del móvil y abrí la aplicación de YouTube. Me despatarré en el sofá y seleccioné Come Join The Murder de la lista de reproducción. Aspiré el aroma amargo del café. Joder, qué temazo:

«Hay un pájaro negro posado en mi ventana
Lo escucho llamar
Lo escucho cantar
Me quema con sus ojos dorados en ascuas
Puede ver todos mis pecados
Puede leer mi alma…»

La canción se interrumpió de golpe cuando saltó un aviso del WhatsApp. Igual que aquella otra noche, era Maroto. Solo que entonces no era un detective de segunda, sino mi compañero, un jodido pájaro de mal agüero: «Tenemos al chaval, tío. Tómate algo antes de venir». Recordé la cara de mi hermano al otro lado de los barrotes de la celda, mirándome como si todo aquello no fuese más que otro mal viaje. Maldito cabrón. Ni siquiera Maroto tuvo tiempo de reaccionar cuando le reventé la mandíbula. Aquello sí fue un bonito Game Over, my friend.

Epílogo: Insert Coin

Game Over

La primera vez que vi a Diego Torres tenía las manos vendadas y estaba desquitándose con un saco de boxeo en el destartalado gimnasio de la jefatura. Le habían encerrado allí para que dejase de destrozarse las manos contra la pared de la celda. Acababa de matar a su hermano y no lograba calmarse.

Cuando llegué, llevaba unos cuarenta minutos pegándose con el cuero. Ni siquiera nos oyó entrar. El sudor había deformado las salpicaduras de sangre de su camiseta. Movía los pies con una rapidez que me recordó a los bailarines de claqué. El inspector jefe me contó que Torres se había aficionado al boxeo desde pequeño y que cuando terminaba el servicio solía quedarse un par de horas lanzando ganchos. Mientras charlábamos, se abrió de nuevo la puerta del gimnasio.

–Disculpe jefe –dijo un agente de uniforme–, ya está aquí el juez de instrucción.

–¡Torres! –rugió el inspector jefe–. Que te acompañe Ramírez a la celda.

Torres bajó los brazos y se secó el sudor de la frente. Fijó sus extraños ojos verdes en su jefe y asintió en silencio. Su mirada no era la de un loco. Me sorprendió que no se fijase en mí.

Con el tiempo, Diego me confesó que no le ponían las rubias. Podía tumbarme desnuda en el sofá de cuero negro de la consulta sin lograr que apartase la vista de la ventana. El tipo de hombre que volvería loca a una mujer como yo, si no fuese porque era mi mejor cliente.

Al fin y al cabo, al otro lado de la ventana estaba lo único que realmente nos interesaba. Calles desamparadas. Nieve que caía como retazos de un sueño limpiando la sangre de las esquinas. Una ciudad que se abría paso a cuchilladas, que nos había acogido como se acoge a los fugitivos, sin preguntas. Y tal vez, con más expectación que recelo, por la rapidez con que engordaba mi lista de espera. Los hombres peligrosos siempre habían sido una clientela fácil y Madrid tenía de esos a patadas.

 

Meri Palas