El Ciclo de Torres

EL CALLEJÓN DEL TUERTO

Preludio: El Novato

La noche en la que mataron al Tuerto, Diego Torres pasaba su primera guardia en la Comisaría Nueva de Argüelles ordenando viejos expedientes del archivo.

Al Tuerto lo mataron a traición en un callejón cerca del Canal de Vallecas, cuando salía de una reunión clandestina con un grupo de refugiados. Desde que se levantaron los muros en Madrid, el viejo motoclub se había convertido cada vez más en un pequeño núcleo de resistencia anti control climático.

Diego Torres acababa de salir de la academia y era un inspector novato sin muchas aspiraciones. Decir que el motoclub lo había sido todo para él, era tal vez demasiado. Pero, respecto al Tuerto, no tenía dudas.

Por eso, cuando la mano del inspector jefe García abrió la puerta del archivo, y la mirada desencajada del Rami le buscó entre las sombras, Diego Torres supo que su vida estaba a punto de cambiar.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó, como si no supiese ya la respuesta.

El Callejón del Tuerto

Era un callejón maloliente y peor iluminado. El tipo de pasadizo resbaladizo que uno podía encontrar en las ruinas a medio inundar de los suburbios extramuros tras la edificación de las murallas a principios de los 50.

El inspector jefe García se abrió paso entre los curiosos que se habían amontonado bloqueando la entrada del callejón. Diego Torres le pisaba los talones ahogado en un silencio tenso. Conocía aquel lugar mejor que su propia casa.

Las luces azules de la ambulancia del SAMUR golpeaban una y otra vez contra las paredes agrietadas de los edificios, mientras dos sanitarios trataban de salvar la vida de un hombre que agonizaba en mitad de un charco de sangre.

Le habían rajado la camiseta desgastada para entubarlo. Nadie se había atrevido a sacar la sucia mariposa que le atravesaba el ojo izquierdo como una broma macabra.

—¿Qué tenemos? —preguntó el inspector jefe al agente de paisano que les abrió el cordón policial.
—Dos testigos que no se aclaran y una herida de arma blanca en la cabeza.

De camino al lugar de los hechos, el Rami les había contado su versión. Había dejado al Tuerto hablando con varios refugiados en la puerta del motoclub mientras se acercaba a por tabaco. Cuando volvió, el presidente estaba en el suelo y uno de los refugiados había salido echando hostias para llamar a una ambulancia. Todo había sucedido en cuestión de segundos. Una sombra había caído sobre el Tuerto desde el tejado de la nave. Y lo siguiente era lo mismo que podían ver ahora: una navaja dorada y una sonrisa torcida en mitad de la noche.

El ojo derecho del Tuerto se clavó en ellos como un dardo. El tubo le impedía hablar, pero Torres y el Rami se acercaron igual. El Tuerto hizo un gesto en forma de “V” levantando la mano, Torres se aferró a ella y los dos se estrecharon los antebrazos. Cuando sintió que los músculos bajo la chupa se aflojaban, Torres apretó aún con más fuerza. El Rami tuvo que pedir ayuda para separarle del cadáver.

—Joder, hacía años que no veía una de esas —comentó uno de los sanitarios, mientras apuntaba la hora de la muerte.

Ni Torres ni el Rami podían decir lo mismo. En la doble hoja que sobresalía del ojo del Tuerto había dos muescas negras que señalaban a su propietario, pero se miraron y guardaron silencio. Ya se ocuparían de eso más tarde.

El Callejón del Tuerto

Epílogo: La Chupa

—¿Y esto? —preguntó el Rami, cogiendo al vuelo el bulto plastificado que le lanzaba el inspector Torres.
—El Tuerto habría querido que la tuvieses tú.
—Lo dudo… ¿La has mangado de la comisaría?
—De la morgue.
—No me jodas, Torres.
—¿La quieres o no?
—Estás como una cabra, tío.

El inspector Torres se encogió de hombros y encendió un Ducados. La primera vez que vio la chupa del Tuerto, no debía de tener ni veinte años…

Diego Torres había sido un estudiante modelo recién salido del horno cálido del instituto público. Su primer año en la Facultad de Derecho estuvo teñido de sangre. Y no precisamente la suya. Dos catedráticos, firmemente posicionados contra el control climático, fueron acribillados a tiros en sus despachos durante los exámenes del segundo trimestre. Diego había presenciado toda la escena.

El suceso le alejó de la universidad y le acercó a las motos. Muchas motos, algunos jinetes locos, mil corazones rotos. Los ojos verdes de Diego Torres se perdían cada atardecer en la misma vieja canción del siglo veinte.

Y si no hubiera sido por aquella chupa con una calavera tuerta que le hizo morder el polvo en su séptima carrera, hubiese seguido acelerando, los guantes, el cuero, la velocidad, hasta que la noche le hubiese alcanzado por completo.

Todavía recordaba la risa descarnada del Tuerto cuando por fin le aceptaron en el motoclub, su abrazo de oso, las cervezas, los dos meses de novatadas… una de tantas madrugadas que ya no olvidaría jamás.

 

Meri Palas