Era un callejón maloliente y peor iluminado. El tipo de pasadizo resbaladizo que uno podía encontrar en las ruinas a medio inundar de los suburbios extramuros tras la edificación de las murallas a principios de los 50.
El inspector jefe García se abrió paso entre los curiosos que se habían amontonado bloqueando la entrada del callejón. Diego Torres le pisaba los talones ahogado en un silencio tenso. Conocía aquel lugar mejor que su propia casa.
Las luces azules de la ambulancia del SAMUR golpeaban una y otra vez contra las paredes agrietadas de los edificios, mientras dos sanitarios trataban de salvar la vida de un hombre que agonizaba en mitad de un charco de sangre.
Le habían rajado la camiseta desgastada para entubarlo. Nadie se había atrevido a sacar la sucia mariposa que le atravesaba el ojo izquierdo como una broma macabra.
—¿Qué tenemos? —preguntó el inspector jefe al agente de paisano que les abrió el cordón policial.
—Dos testigos que no se aclaran y una herida de arma blanca en la cabeza.
De camino al lugar de los hechos, el Rami les había contado su versión. Había dejado al Tuerto hablando con varios refugiados en la puerta del motoclub mientras se acercaba a por tabaco. Cuando volvió, el presidente estaba en el suelo y uno de los refugiados había salido echando hostias para llamar a una ambulancia. Todo había sucedido en cuestión de segundos. Una sombra había caído sobre el Tuerto desde el tejado de la nave. Y lo siguiente era lo mismo que podían ver ahora: una navaja dorada y una sonrisa torcida en mitad de la noche.
El ojo derecho del Tuerto se clavó en ellos como un dardo. El tubo le impedía hablar, pero Torres y el Rami se acercaron igual. El Tuerto hizo un gesto en forma de “V” levantando la mano, pero Torres se aferró a ella y los dos se estrecharon los antebrazos. Cuando sintió que los músculos bajo la chupa se aflojaban, Torres apretó aún con más fuerza. El Rami tuvo que pedir ayuda para separarle del cadáver.
—Joder, hacía años que no veía una de esas —comentó uno de los sanitarios, mientras apuntaba la hora de la muerte.
Ni Torres ni el Rami podían decir lo mismo. En la doble hoja que sobresalía del ojo del Tuerto había dos muescas negras que señalaban a su propietario, pero se miraron y guardaron silencio. Ya se ocuparían de eso más tarde.