El Ciclo de Torres

DE CAÑAS Y PIJAS

—¿Un piti?
—¿Ahora vas de poli bueno, Torres?
—Aquí no hay polis, Rami, estamos solos tú y yo. Mira, ya sé que tú no lo hiciste, pero dame algo para los de arriba.
—Te juro que no sé nada, tío. Ya se lo dije a los picoletos, esa noche yo estaba en Salamanca con la Rosi.
—Y casualmente nadie os vio ni tomar una caña en la puta ciudad de las cañas.
—¿Pero cómo nos iban a ver si no salimos del catre ni para respirar? Tú no sabes cómo es la Rosi. Cuando se pone, se pone.
—A mí no tienes que convencerme, pero el juez de instrucción no se lo va a tragar. Así que más vale que me des algo más jugoso para echarle al plato. Haz memoria, ¿nadie te llamó para contarte lo bien que se lo estaban pasando con las pijas? Venga, Rami, no me jodas, ¿me están contando que tus colegas se van de fiesta y no te dicen nada? ¿Os habéis peleado o qué?
—Ya te lo he dicho, tío, estaba con la Rosi. Y estos saben que cuando estoy con la Rosi, estoy con la Rosi.
—A ver si lo entiendo. El finde estuviste de folleteo con la Rosi, vale. Pero el lunes ya estabas de vuelta. ¿Te dejaste las orejas en Salamanca, o qué?
—No me jodas, tío. Siempre que sobo en la trena, nos cae el gordo. Cualquier día me dan boleto y te quedas sin soplón.
—No me llores, Rami, cojones. Si nadie te contó una mierda, ¿qué coño vas a cantar? Vamos a empezar otra vez. Venga, échame un cable a ver si entre los dos podemos explicarle al juez qué coño hacía tu chupa en Carabanchel mientras te tirabas a la Rosi en Salamanca. ¿Ahora vas prestando la chupa del Tuerto por ahí o me vas a contar que te la robaron?
—¡Pero qué coño dices! Dicó mal ese capullo.
—Claro, cualquiera podría confundir la chupa del Tuerto. Porque no estaría bien que se retorciese en su tumba pensando que te levantaron su jodido legado, ¿eh?
—Vale, tío, dame margen. A la Rosi se le fue un poco la mano con el perico y ya sabes lo que pasa. Eso fue. Ya me acuerdo mejor. Puede que el sábado me diese un salto con la moto para tomarme algo con estos. La Rosi tenía el cumple de su sobrino o algo así, rollos de familia.
—Claro, el perico es lo que tiene. Además vaya mierda de plan, normal que colocases a la Rosi y te acercases a tomar unas cañas por el barrio. Y luego unas cosas llevaron a otras, y se os fue un poco la mano con unas pijas que andaban por Carabanchel de calentonas, buscando guerra.
—Puta mierda, tío, ya sabes cómo son estos cuando se enmoñan…
—Claro, tío, tranqui, son cosas que pasan.
—¡Te juro que yo no hice nada!
—Mira Rami, tú sabes que te aprecio. Nos conocemos desde hace años y sé que eres un tío legal, una mala noche la tiene cualquiera… pero el alcalde nos está jodiendo con esta mierda y llevo setenta y dos putas horas sin dormir. Ya sabes que siempre hablo bien de ti. Así que vamos a hacer una cosa: voy a ir a por un café y mientras le vas a dar un poco al tarro a ver si te viene algo. Venga, Rami, haz memoria, solo necesito saber dónde las enterrasteis.

De Cañas y Pijas

Epílogo: De palas y tuertos

—Es ahí.
—No me jodas, Rami.
—Que sí, Torres, joder. ¿Por qué coño os iba a traer al puto campo si no?
El inspector Torres se permitió encenderse un Ducados mientras barría el supuesto escenario del crimen con la mirada. Ya casi no quedaba luz, así que hizo un gesto con la cabeza y dos agentes de paisano sacaron los focos de la lechera para ir acotando el perímetro. A lo lejos, Madrid era una silueta negra que se dibujaba en el horizonte con cinco rascacielos como astillas clavadas en el lomo.
Los pinos ralos del Monte del Pardo absorbían ávidamente los últimos rayos de sol mientras cuatro agentes clavaban las estacas y desplegaban la cinta blanca, azul y roja de la Policía Nacional. Las sombras desdibujaban ya los límites del claro cuando terminaron. Varios senderos cruzaban la encrucijada, marcando una extraña equis en el centro de aquella calvicie seca y descarnada.
Dos grandes encinas marcaban el norte y el sur del calvero. Sus ramas como manos huesudas se abrían hacia el cielo nublado. Y poco más: algunas bolsas de basura, algunos matorrales secos, un charco sucio rodeado de huellas de botas y alguna bicicleta. A los ojos del inspector Torres, nada en aquel lugar indicaba un enterramiento reciente. Claro que las más de setenta y dos horas que llevaba sin dormir empezaban a pasarle factura.
—Vale, fenómeno —dijo cogiendo al Rami por el cuello—. ¿Por dónde empezamos?
—Allí —contestó el yonki sin dudarlo—, donde el árbol ese con dos troncos.
A un nuevo gesto del inspector Torres, un agente cogió una pala y se dirigió a la encina que estaba más al sur por fuera de la cinta.
—¿Ves algo? —preguntó Torres.
—Nada, inspector.
—Te lo juro, Torres. Están ahí. Te lo juro por la chupa del Tuerto.
El inspector soltó a su presa y se acercó hasta la encina. Arrodillado en el suelo, sintió la tierra húmeda a través de los vaqueros. Entonces lo vio. Era un cuadrado de aproximadamente dos metros de ancho que se dibujaba a unos setenta centímetros del tronco de la encina y llegaba hasta el charco. Se levantó, apagó el cigarro, le pidió la pala al agente y entró en el perímetro marcado por la cinta. Un olor agudo le taladró las fosas nasales. Fue solo un instante. El mismo instante en el que la tierra pareció temblar bajo sus pies. Nada. Caminó hasta el centro del cuadrado y removió la tierra con la pala. Estaba suelta y húmeda. Hundió la pala y la tierra cedió son suavidad.
—Vamos a cavar aquí.
Dejó la pala clavada y salió del cordón. Cuatro agentes entraron y empezaron a sacar tierra a buen ritmo mientras el flash del fotógrafo iluminaba la escena cada dos segundos. Pronto dejaron las palas y entraron los de criminalística con los cepillos. Tardaron treinta minutos en encontrar la primera mano.
Si el soplón no había mentido, las tres chicas tenían que estar allí. Les esperaba una noche larga. Otra jodida noche sin estrellas, pensó Torres  mientras el cielo se iba contaminando de nubes naranjas. Ya solo le faltaba oír la risa descarnada del Tuerto aullando en la oscuridad.

 

Meri Palas