El Ciclo de Torres

CASOS RUTINARIOS

11 de abril de 2060

—Disculpe, ¿puede repetir eso último?
—Verá, agente, el joven me dijo “quiero comerte toda, mamita”, y fue lo de “mamita” lo que me hizo reaccionar. Así que le dije cuatro cosas y el chaval, avergonzado, me explicó que llamaba por un anuncio de no sé qué guarrerías de hibernet.
—¿Le dijo el nombre del sitio de hibernet donde había visto el anuncio?
—Pues sí, algo dijo, pero no lo entendí bien, algo como “sexi con plan”. Verá, agente, es que estaba todo ahí: Antonia, 654987123… y luego las guarrerías.
—Entiendo. Debe ser sexyplanpuntocom —corrigió el inspector mientras tecleaba—, es una conocida red de contactos eróticos.
—Pues sí, debe ser muy conocida porque no paran de llamar, ¡qué desazón! Verá, agente, yo creo que ha sido esa mujer, desde que se llegó no hemos tenido ni un solo día de paz.
—¿Qué mujer?
—Rosalía González, la del cuarto A. Esa mujer no está bien. Al poco de mudarse empezó con que intentaba envenenarla, que le echaba veneno por los enchufes. Pero, ¿cómo se puede pensar semejante tontería? Pues la Rosi erre que erre, que salía un olor horrible por los enchufes y que el veneno había matado a su gato. ¡Veneno por los enchufes! Le digo que algo anda mal en esa cabeza, agente.
—Recuérdeme la letra de su vivienda.
—La B, cuarto B, vivimos puerta con puerta. Verá agente, yo creo que lo que pasa es que el olor de las tuberías se le cuela por algún sitio y ella lo achaca a los enchufes. Es un edificio viejo y ya sabe usted…
—Claro, claro, me hago cargo. ¿Algo más que añadir a la denuncia?
—Pues creo que no. Y ¿qué hago ahora, agente? Cada vez que suena el teléfono es una agonía.
—No se preocupe señora García, mi compañero va a ponerse en contacto con los administradores de la página web de citas para que retiren sus datos. Si todo va bien, en un máximo de veinticuatro horas dejarán de molestarla.
—¡Dios le oiga!, sí, porque vivo con un desasosiego terrible.
—Usted no se preocupe por nada, vamos a hacer todo lo posible por encontrar a la persona que ha hecho esto.

Dicho lo cual, el inspector Torres dio por finalizada la denuncia y acompañó a Antonia García a la sala de espera de la Comisaría Nueva de Argüelles. Allí se despidió, dejándola al cuidado de su acompañante: otra señora de similares características, y volvió a su despacho para continuar con los trámites del procedimiento oficial.

A la mañana siguiente, el mismo inspector acompañado de un agente se personó en el número 66 de la calle Infiernillos. Su intención era realizar una primera toma de contacto con el entorno de la víctima y empezar a recabar información útil para la investigación. No tuvieron que ir muy lejos. En el ascensor coincidieron con una tercera señora en todo similar a las dos que habían acudido a la comisaría de Argüelles, que les facilitó la tarea. Se trataba de Atilana Rodríguez, natural de Zamora, y segunda víctima de las llamadas eróticas. Bueno, en realidad, primera víctima, como más adelante pudieron comprobar los agentes con los compañeros de Vallecas, adonde la señora Rodríguez había acudido con su hija para poner una denuncia similar a la de la señora García.

—Para mí que fue la Rosi, inspector. Por eso no me atreví a denunciar en nuestro barrio. Esa mujer está metida en cosas malas. Entra y sale gente rara de su casa a horas indecentes, se oyen ruidos extraños… a mí nadie me va a quitar de la cabeza que es de vida alegre. Lo hemos hablado muchas veces con la Antonia y la Reme, que viven en el mismo rellano.
—¿Y usted dónde vive?
—En el tercero A, justo debajo de la Rosi, y menudo castigo que tengo. Me he quejado muchas veces al administrador, inspector, pero no se toman medidas contra esa mujerzuela.
—Entiendo —dijo el inspector mientra lo anotaba todo—. Gracias por su testimonio, señora Rodríguez, ha sido de gran ayuda. Ya que estamos aquí, nos pasaremos por el cuarto A, ¿no le parece, Ramírez?

Con esto, el inspector Torres dio por concluido el interrogatorio. Cuando llegaron al tercero abrió la puerta del ascensor y se despidió de la señora Rodríguez deseándole un buen día. Luego pulsó el botón del cuarto. Una vez en el rellano, se dirigió a la puerta A seguido del agente Ramírez y llamó al timbre. La Rosi era esbelta y morena, con un traje sastre blanco de lino y un pañuelo blanco y negro con lunares en torno al cuello. Les invitó a entrar.

La casa estaba llena de espejos. En el salón, una ventana antigua de madera como mesa de centro, cuadros de mujeres desnudas apenas delineadas, sofá y sillones de terciopelo negro donde tomaron asiento.

—¿Les apetece un café?
—Se lo agradezco, pero no queremos molestarla más de la cuenta.
—No es molestia. —Y desapareció unos minutos para volver con tres tazas y una cafetera humeante.
—Muy amable —dijo el inspector Torres—. Verá, estamos investigando las posibles causas de una denuncia interpuesta por uno de los vecinos de esta finca.
—Déjeme adivinar, Atilana Rodríguez, mi vecina de abajo, se ha quejado por el ruido de las tertulias literarias que organizo los miércoles por la noche. El oído de esa mujer es demasiado sensible. No tengo ningún problema en que hagan ustedes las mediciones que consideren oportunas, precisamente mañana tenemos la siguiente reunión. Están invitados —dijo con una sonrisa perturbadora, y se levantó—. ¿Un poco más de café?

Pero en vez de coger la cafetera, se acomodó entre los dos hombres. Rosalía murmuró algo que sonaba como un nombre y Torres se acercó. La mujer se apretó con fuerza contra el inspector, abrió los labios, separó los dientes y apareció su lengua como una saeta. Luego bajó las manos y se abrió la chaqueta, debajo estaba desnuda. Hacía un ruido silbante con la garganta.

—¡Está usted loca! —gritó Torres apartándola bruscamente.
—Loca… —repitió Rosalía incorporándose para abrocharse la chaqueta, mientras su sonrisa se repetía por los espejos—. Es usted un ingenuo, inspector. Las reprimidas solo necesitan un pequeño empujón para liberarse de sus complejos. ¿No cree que esos cuerpos maduros merecían un poco más de atención? Y vaya si lo disfrutaron. Podía oírlas gemir en el rellano al confesarse las obscenidades que sus clientes favoritos les soltaban por teléfono. Esas viejas mojigatas, excitándose hasta cuando fingían escandalizarse… ¿No le parece que deberían estar agradecidas por tener una vecina tan atenta como yo?

12 de abril de 2060​

Aquella cocina era lo más parecido a un matadero que el inspector Torres había visto en mucho tiempo. Había sangre por todas partes. Charcos en el suelo, salpicaduras en las paredes y marcas de manos en los muebles. En mitad de la cocina había dos cadáveres degollados como conejos. La sangre fluía desde allí y se distribuía por toda la cocina pintando de rojo las juntas de las baldosas. Una verdadera carnicería, pensó Torres.

—¿Desangrados? —preguntó a la forense Parisio.
—Oye, Torres, no me jodas —contestó, más alterada de lo normal—. ¿De dónde te crees que ha salido toda esta sangre si no? Mira esto.

Parisio le dio la vuelta al cadáver de la mujer. Tres considerables cortes le desgarraban el pecho de derecha a izquierda. La blusa de flores azules que llevaba estaba despedazada. Por lo demás, no se distinguían otras marcas de violencia.

—Parecen profundos…
—Siete centímetros más o menos —contestó Parisio, inquieta—. Oye, ¿qué llevas ahí?
—Una pizza de beicon, ¿quieres?
—Estás chalado, tío.
—¿Cuánto mide la mujer?
—Un metro setenta aproximadamente.
—Ya veo… ¿Y el marido?
—A ese no quieres verlo, te lo aseguro. Calculo que por encima del metro ochenta. La mujer se desangró, pero a este le rompieron el cuello. Tiene varias marcas punzantes que deben medir unos quince centímetros por lo menos. Lo que fuese que le atacó fue directo a la yugular.
—¿Podrás sacar moldes?
—Parciales, seguramente.
—Vale. ¿Dónde está el niño?
—En la segunda habitación del pasillo a la izquierda. Suerte con eso.

El inspector dejó a la forense embolsando los cadáveres y salió de la cocina. Era una casa bonita, con muebles pre-deshielo muy bien puestos. Uno de esos chalets intramuros que están de moda últimamente, con piscina comunitaria y esas cosas. Ideal para una pareja con niños. Estos rondaban la cuarentena y tenían uno de siete años, Roberto. Según el portero de la urbanización, desde hacía un par de meses vivía con ellos la abuela materna. Un señora de unos sesenta que por lo visto estaba en silla de ruedas. Le había dado una apoplejía o algo así, Torres no entendió los latinajos médicos. Total, una familia feliz.

Ramírez, que fue el primero en llegar, dijo que la abuela estaba catatónica en el suelo y no había rastro del niño. Luego, al revisar las habitaciones, resultó que se había encerrado en la suya. Cuando intentaron entrar, se puso a gritar como un loco, y la historia se repetía cada vez que alguien giraba el picaporte. Torres se preguntó qué podía haber visto el chaval para estar tan asustado. Aspiró, puso su mejor sonrisa, y llamó a la puerta.

—¡Hola, Roberto! Soy el inspector Torres. Verás, me preguntaba si podrías ayudarme. Resulta que tengo aquí media pizza de beicon pero ya no puedo comer más y me da pena tirarla. ¿Qué te parece, me echas una mano y nos la acabamos?
El niño se tomó su tiempo antes de contestar.
—Bueno… ¿hay alguien más ahí?
—No, estamos solos tú, yo y la pizza. Palabra de inspector.
—¿Y la abuela?
—Tu abuelita está bien, no te preocupes. Se hizo un chichón y está en el hospital, pero podrás verla muy pronto.
—¡No! ¡No, por favor! ¡No quiero verla nunca más!
—Vaya, ¿y eso, qué ha pasado, te ha hecho daño?
—¡No! A mí no, pero mis padres… ¡Señor, se lo juro! ¡Mi abuela es el Lobo Feroz!

13 de abril de 2060​

La culpa fue del gato.

Y, sin embargo, fueron las patillas gitanas lo que le delataron o tal vez la barba lobuna pero sobre todo la palestina en plan pirata. Los principiantes siempre son así, pensó el inspector Torres apagando el cigarro, aferrados a esa pose de esperpento barrio bajero que les señala igual que si llevasen un neón rojo en la cabeza. Otro retrato robot carente de originalidad si no fuese porque esta vez el malo era el Chino. El tipo que le había enseñado a liar tabaco negro en los soportales. A fundirse litronas en los parques, a engatusar a las tías en los puentes. Una turista italiana, una camarera del Vip’s, una profesora de ballet. ¿Cuándo empezó a cargárselas? El Chino, tenía cojones la cosa.

La foto encontrada en el móvil de la última víctima le situaba otra noche en la misma esquina, la misma sudadera, el mismo blues. Un tío simpático, metro ochenta, setenta quilos, un músico decente o tal vez un poco chalado por el jazz pero sobre todo con la delgadez del perico en las mejillas. Porque, ¿quién no pasa por un mal momento de vez en cuando? Y entonces, ¿qué? ¿Las elegía al azar o se las trabajaba en algún antro cercano? Mierda, Chino, no me jodas, pensó el inspector Torres buscando el mechero.

Al fin y al cabo, una foto no significaba nada. El Chino salía en tantas instantáneas de turistas que podría ser considerado un elemento decorativo más de la noche madrileña. El trompetista sexy de la Gran Vía esquina Callao estaba justo ahí, delante de sus narices, mientras se encendía el último Ducados de la noche. De fondo, lo que una vez fue el Hotel Florida envejecía bajo el logotipo de El Corte Inglés. Podía ser peor, pensó Torres, podía haber acabado siendo una pensión de putas más cerca de la calle Montera. No hay forma de hacerse viejo con estilo, ¿eh, Chino?

Callao 2060

Si no hubiese sido por el gato, podría haber llegado a ser uno de esos tipos famosos como el Asesino de las Colegiales o Jack el Destripador. Pero no, tuvo la mala suerte de encapricharse de una bailarina de esas lánguidas, con ático en el centro y gato persa castrado. Todo iba bien hasta que intentó estrangularla, la chica gritó y el gato le saltó a la cara antes de salir huyendo por la ventana. Después, el destino se alineó en su contra. El gato volvió y se puso a aullar como un loco hasta que la vecina no pudo soportarlo más y llamó a la policía.

Encontrar el cadáver, llevar al gato al veterinario, cortarle las uñas e identificar el ADN del Chino en ellas, fue para el inspector Torres como vivir uno de esos episodios de CSI donde todas las piezas van encajando aunque uno no quiera. Porque Torres no quería registrar el zulo del Chino para conseguir un cepillo de dientes asqueroso, ni verle los arañazos infectados de la cara cuando le ofreció una birra durante el registro.

La culpa fue del gato.

Y, sin embargo, allí estaban una noche más. El Chino tocando “My funny Valentine” y el inspector fumando Ducados en la Gran Vía esquina Callao, mientras la noche engullía Madrid. Torres aspiró el último chute de nicotina, tiró el cigarro y sacó las esposas. El humo siguió sus pasos hasta ensuciarse con la desgarradora melodía que se elevaba de la trompeta del Chino como una nana mortal.

 

Meri Palas