Cuando llegó al número 52 de la calle Maestro, el inspector Torres ya sabía que los vecinos habían oído dos detonaciones. A excepción de la señora García, del cuarto B, convencida de que aquello no era más que otra pelea conyugal de los del quinto, con el volcado de muebles habitual. Sin embargo, la escena del crimen no respaldaba esa teoría. Tras cruzar el cordón policial, el inspector Torres se encontró con un salón Ikea-clase-media-estándar bastante ordenado y limpio, salvo tal vez por la sangre.
—¿Una mala noche, Torres? —saludó la forense.
—No me jodas, Parisio. Vaya racha llevamos.
—Pues con este nos ha tocado el gordo.
—Menuda suerte, otro desgraciado que se vuela los sesos —respondió asqueado, mientras recorría el salón con la mirada.
El cadáver del hombre estaba sentado frente al televisor, en uno de los sillones grises a juego con el sofá. La bala había entrado por el paladar y atravesado el parietal, desparramando la masa encefálica por toda la pared y parte del techo. Había un cuadrado blanco donde antes colgaba una reproducción de la Gran Manzana en blanco y negro, que los de la científica habían bajado para rescatar algunos restos sanguinolentos para el archivo de pruebas.
Al otro lado del salón, sobre la mesa cuadrada que hacía las veces de comedor, había un reluciente maletín de piel negra. En el suelo, una gastada maleta de mano azul. Una etiqueta de salida del aeropuerto de Niza colgaba del asa desgarrada. Torres analizó el oscuro charco que cubría el suelo, manchando la maleta. Aquella sangre espesa llevaba seca el tiempo suficiente para que la culpa hubiese hecho bien su trabajo.
—¿Y éso? —preguntó el inspector señalando el maletín con la cabeza.
—Ramírez ya ha terminado con las huellas, todo tuyo —respondió Parisio.
Junto al maletín había una tarjeta de embarque de Iberia destino Nueva York para esa misma noche. El portafolios olía a piel recién encerada y todavía tenía las llaves del cierre de seguridad anilladas al precinto. Dentro había veinte fajos de cien billetes de quinientos euros y una ficha negra de casino. El inspector cogió la ficha y la sopesó en la palma de la mano.
—¿Será auténtica? —preguntó sujetándola en alto para que la forense pudiese verla.
—Seguramente. El portero nos contó que el tipo volvió ayer de viaje y le faltó tiempo para soltarle a todo el vecindario que había ganado un millón en Montecarlo.
—La típica mierda. No hay como ganarle a la banca para acabar con el cerebro reventado.
—Estos son todos iguales —respondió Parisio encogiéndose de hombros—, cuando se dan cuenta de lo bajo que han caído ya no pueden parar.
—Menuda basura. En fin, ¿os queda mucho?
—Ya casi estamos, inspector. No creo que el resto nos lleve ni media hora.
—Pues bajo a fumarme un cigarro.
—Sin problema. Y tómate un café o algo, a ver si te cambia la cara.
Cuando el inspector Torres salió del portal, saludó a los «monos» y se encendió un Ducados. Se fumó el pitillo con calma, tratando de contener la ira que amenazaba con estrangularle los dedos. El humo del tabaco negro ascendía hacia el cielo contaminado de Madrid en jirones silenciosos. Al final, todos los cabrones tienen suerte, masculló mientras aplastaba la colilla del cigarro contra el suelo.