
Las Siete Cloacas
May aún tenía un par de horas de sueño por delante, en el sofá de su amiga Montse, hasta que ella o su gato la despertaran al amanecer. Eso serían alrededor de dos ciclos en Oniria. Aunque seguía nerviosa después de huir, estaba más preocupada por sus compañeros en el sueño que por sus pocas pertenencias en el contenedor al que llamaba hogar.
Cuando abrió los ojos del sueño, estaba en su habitación del Gremio de los Buscadores en Palacio de los Deseos. Revisó sus pertenencias. Al realizar despertares bruscos, algunos de los objetos del soñador podían perderse para siempre. Todo parecía en su sitio. Añadió cargadores de pistola, una nueva toalla, los prismáticos y dos gemas de aerena cristalizada. Cogió una tercera, que brillaba como un rubí de fuego, y la apretó contra el pecho. Durante unos minutos, la gema comenzó a perder intensidad hasta que se volvió color ceniza y se desvaneció. Los rubíes de aerena eran artefactos caros y poderosos, pero May no podía permitirse ahorrar en esta situación.
Bajó al salón del gremio. Parecía algo más bullicioso de lo habitual. Seguramente comenzaban a llegar las informaciones de Sombraverde. Se acercó a la mesa junto al tablón de anuncios y cogió el Oniria Times, que estaba pinzado y anclado para que nadie lo robase. «Inesperado asalto Kabu hace caer la plaza de Sotopeña, en la jungla de Sombraverde». Había una imagen del caos desatado en la plaza. En la columna lateral, el titular era: «Todos los trenes a Sotopeña cancelados». May dejó el periódico y salió por la puerta del gremio justo a tiempo para evitar que los conocidos comenzasen a preguntarle si acababa de llegar de allí.
La Vía de la Conciliación de Palacio de los Deseos era una de las avenidas más grandes y bulliciosas de la megalópolis onírica. Las sedes de los gremios más importantes daban a ella, y terminaba en la plaza frente al gigantesco monumento escarlata que daba nombre a la ciudad. Todo tipo de vehículos iban y venían, no solo por la pista sino también por los aires, como en las películas de ciencia ficción. Casi todo el mundo soñaba con coches voladores, y eso se reflejaba perfectamente en la ciudad. May se perdió rápidamente por las calles traseras. En unos minutos estaba en un callejón del casco histórico de P.D. Allí se sentó un momento en el suelo para recordar lo que había sucedido en el sueño antes de despertar. En su memoria, se cruzaban personas y lugares en una nebulosa difícil de aclarar. Revisó el teléfono. Tenía llamadas perdidas. Llamó a Minerva. Nada. Don Gregorio. Nada. Marcus. Nada. Nadie respondía. Podría ser causa del fallo de comunicaciones con Sotopeña. La estatua de Tibero había caído, por eso ella había aterrizado en P.D. Poco a poco recordó a Ember y al Marcus niño. En su mente se fueron disipando las nieblas de los raptores y del zigurat. Recordó al grupo a punto de llegar al segundo zigurat… algo estaba en marcha allí, pero no lograba recordarlo. Y entonces había despertado. Necesitaba acudir lo más rápidamente posible a Sotopeña y desde allí adentrarse en la selva, pero sin el Oniria Exprés, solo había una opción.
Una opción que no le gustaba nada.
Las Siete Cloacas se consideraba uno de los distritos de Palacio de los Deseos, pero los que las habían explorado sabían que no era así. Se trataba de una red de túneles que conectaban de forma anómala todos los asentamientos humanos y algunos no humanos. Se decía que incluso se podía viajar en el tiempo si se conocían las direcciones precisas. Habían surgido probablemente de las pesadillas de la humanidad con los subterráneos, las alcantarillas y los terrores del inframundo. Se podía descender casi desde cualquier punto de Palacio de los Deseos. Técnicamente estaban conectadas con Sotopeña, aunque May nunca había tomado esa ruta. Alguien que las había explorado en profundidad las había bautizado como las Siete Cloacas porque aseguraba que había siete estratos bajo tierra en cualquiera de los puntos de la Esfera. A partir del tercer estrato, ya ni siquiera tenían forma de cloacas, sino que parecían más una red de túneles de alguna civilización minera de la antigüedad. May solo había bajado hasta el estrato cuarto, en el que ya ni siquiera parecían intervenidas por alguna especie inteligente, sino que simplemente eran cavernas naturales.
Cada estrato subterráneo se alejaba más de la razón y de la lógica. Al Aegis le costaba penetrar el subsuelo, por lo que muchos kabus habitaban en las alcantarillas. La cara positiva era que descender habilitaba la posibilidad de desafiar el espacio-tiempo onírico, a pesar de los riesgos del viaje.
May estimaba que tenía que llegar hasta el segundo estrato para distanciarse suficientemente del concepto de «distancia». Si tenía suerte, no tardaría más de un ciclo en llegar a las cloacas de Sotopeña. Sin embargo, seguía existiendo el problema de la direccionalidad. Necesitaba un guía. May era una onironauta experimentada, y sabía exactamente quién iba a ser.
Así pues, se encaminó a una escalinata que bajaba hasta un túnel por el que pasaba el tráfico rodado de la ciudad. En la parte peatonal, una puerta metálica permanecía cerrada al público. May la abrió usando una de las ganzúas de su navaja. Una vez dentro, encendió la linterna y descendió quince tramos de escaleras. Otra puerta metálica cerrada que abrió de la misma forma le dio acceso a la primera cloaca. El olor a humedad y a heces la hizo cubrirse la nariz con un pañuelo. El suelo de la primera cloaca era de piedra escarlata, lo que indicaba que seguramente era una construcción Nirmana perteneciente a la antigua Ciudad Escarlata. El techo era bajo pero abovedado, y el centro del ancho pasadizo estaba ocupado por un torrente de aguas fecales. May giró a la derecha y comenzó a caminar por aquel conducto, perdiéndose en las sombras.
En el primer estrato había que guardarse de tres peligros. El primero era el Culto del Fuego, un gremio oscuro que agrupaba organizaciones criminales, terroristas, cultos impíos y otros maleantes de diversa índole. Se reunían para hacer apuestas de combates clandestinos en lo que llamaban «el Pozo». Además muchos de ellos usaban el primer estrato como escondite y base de operaciones, por lo que no era raro cruzarse con gente hostil y armada. Aunque no estaban realmente organizados, el director de los combates del Pozo era muy influyente.
El segundo peligro era el Arlequín. No se sabía si era un kabu o un soñador enloquecido. Había muchos testigos que aseguraban haberle visto. Se trataba de un sádico asesino en serie que en ocasiones simplemente dejaba vivas a sus víctimas después de aterrorizarlas. Se creía que sus acciones aumentaban la cantidad de kabus que podían subir al primer estrato, debido a las fluctuaciones psicológicas que producía en sus víctimas.
Después de cambiar de dirección en varias ocasiones, descender algunos tramos de escaleras -sin salir del primer estrato- y pasar a gatas por algunos de los conductos, por fin los vio. El tercer peligro. Y sus guías. La Resistencia Intelidogui.