May Hawaii y los Cazasueños

Una infancia de mierda
Cuando tenía diez, su madre le dio una mochila más grande y pesada de lo que nunca había visto. Y un chubasquero. Se divertía saltando en los charcos con sus botas de agua. «¡Trini!» le decía su padre. «No te separes». Arrastraba dos maletas enormes y cargaba con dos mochilas. Su madre iba igual. Por eso ella no tenía que cogerles la mano para cruzar. Ese día todo el mundo parecía estar en la calle. Todos llenos de barro o con el agua por las rodillas. Su madre se volvía para mirarla y hacerle gestos de que se diese prisa. Cuando cruzaron el puente romano, se quedó boquiabierta mirando el río. Nunca lo había visto traer tanta agua. Tan rápida. Trini nunca había estado en la estación de autobuses, ni sabía que normalmente no había tanta gente. Se aburrió mucho. Casi se pierde.
Finalmente no cogieron el bus. Su tía les recogió en una furgoneta. Iban apretados. Ella iba detrás con niños que no conocía. Eran unos gritones. Gritones y lloricas. Su padre le había enseñado a no llorar. Y era más pequeña que la mayoría. Ese día fue la última vez que vio Córdoba. En ese momento no sabía que se estaba despidiendo. Les habían dicho que iban de vacaciones. Pero todavía quedaba para el verano. Eran una vacaciones muy raras.
Aunque no lo recordaba muy bien, sabía que la furgoneta había volcado. Alguien la ayudó a salir por una ventana. Se había hecho varios cortes. Le escocían mucho. No lloró. «No mires». Su padre le dijo que su madre y su tía habían ido a por medicinas. Supo que no era verdad después de tres días caminando sola con su padre y Amira. Amira era de su edad. Su padre les decía que ahora eran hermanas.
Cuando tenía doce, su padre les enseñaba a Amira y a ella el oficio. «El cable hay que pelarlo así, y se empalma de esta manera». Amira había perdido un ojo, pero era muy hábil. Su padre estaba más delgado que nunca. Trini ya no era una niña, y sabía que España estaba jodida. El mundo estaba jodido. En la radio dieron la notica de la independencia de Andalucía. «Es normal -dijo su padre-, el estado no tiene recursos. Cada cual tiene que sobrevivir por sí mismo. Como nosotros». Amira preguntó con un gesto si iban a volver a Córdoba. Su padre negó con la cabeza. «Hay que ir a Madrid. Aquí va a ser más peligroso». En Ocaña habían aguantado dos años. Vivían en una chabola a las afueras. Los que conseguían ahorrar se iban a la capital. Decían que allí las cosas no estaban tan mal. Trini se despertaba por la noche, y veía a su padre mirando por la ventana sujetando la escopeta cargada. Alerta. El silencio a veces daba más miedo que los gritos.
Para poder viajar había que contratar protección y transporte. No se podía ir a pie. Era un suicidio. En la radio se sucedían las convocatorias de elecciones, las declaraciones de independencia, las lluvias torrenciales. No había buenas noticias. Cada vez se sabía menos de lo que pasaba en el mundo y en Europa.
Fue una noche como esa, de las calurosas que parecen todas iguales, cuando el ruido, diferente de todos los demás, la despertó. Amira saltó del colchón justo después de ella. Se escuchó el disparo. Luego otro. Siempre dormían vestidas. Siempre listas para correr. Amira estaba saltando por la ventana con la mochila cuestas, pero Trini salió a la salita. Había uno en el suelo. Su padre se debatía con el otro. No iban ni encapuchados, los hijos de puta. Le clavó el cuchillo en el cuello. Recibió un revés. Amira le clavó otro en el pecho. Cayeron todos al suelo. «¡Iros ya mismo!». Gritó su padre. Amira temblaba. Lloraba. Estaba manchada de sangre. Trini la agarró por el brazo. Sabía que su padre no se levantaría más. Cogió la escopeta. No se despidió. Tiró de Amira hacia la entrada, no hacia la ventana trasera. Levantó la moto de los asaltantes. Ya venían más. El disparo. Donde hay sonido hay botín. Arrancó la moto. Amira lloraba a su espalda. Solo se agarraba con un brazo a su cintura. Se perdieron en la noche, rumbo al norte.
Cuando tenía quince, Amira murió por una infección. Al principio fue fiebre, después temblores y diarrea. Su cuerpo simplemente no dio para más. Trini ahora se hacía llamar May. Tenía dos años de experiencia como electricista en los campos de refugiados al sur de Madrid. Algo se le había contagiado. La fiebre la hacía tiritar todas las noches. Cuando se levantaba se mareaba. Le pitaban los oídos. Pensó que acabaría como Amira, que yacía inerte en el colchón en la habitación de al lado. Después de dos días no pudo soportar el hedor más. Cogió lo poco que tenía y se fue, dando tumbos. Nunca volvió a aquel piso ocupado de Usera. Sobrevivió.
Ahora que Amira no estaba, May tenía que sobrevivir por su cuenta. Los refugiados que llegaban a Madrid desde Andalucía y Valencia se acumulaban en su zona. Se crearon comunidades de supervivencia. También bandas. Amira y ella habían tenido que usar el cuchillo desde que llegaron. «Las nuevas flores vienen con espinas», decían los que intentaban abusar de ellas. El día a día consistía en buscar trabajo, trueque, esquivar cabrones, evitar timos.
Una de las personas de confianza era Montse. Había sido farmacéutica en Valencia. Iba y venía del centro. Su marido trabajaba en algo relacionado con el cine. Un día pidió ayuda a May para montar una proyección. Todo el barrio acudió. «Es bueno olvidarse de vez en cuando de las desgracias -decía-, y para eso lo mejor es Indiana Jones».
May vio la película desde la mesa de proyección, junto a Montse. La pantalla grande. El sonido. El público. Indy. ¡Marion! Fue la primera vez que lloró desde que salió de Córdoba.
-¿Es la primera vez que vas al cine?
-¿Sabes? -dijo May aguantando las lágrimas -, he tenido una infancia de mierda.