May Hawaii y los Cazasueños

Un visitante inesperado
May se despertó sobresaltada al oír dos fuertes golpes metálicos. El segundo mucho más prolongado que el primero. Ahogó un grito y se incorporó. Justo para ver cómo una figura oscura embozada en sombras se lanzaba hacia ella con un cuchillo que brillaba a la luz de la mortecina luna.
Los cristales de la ventana se le clavaron por toda la piel al atravesarla en su huida. Cayó de costado contra el suelo de rejilla metálica de las escalerillas exteriores que servían como acceso a los niveles más altos de la torre de chabolas donde vivía. El embozado se asomó por la ventana buscándola, pero May ya corría hacia la parte superior. Aún estaba desorientada y adormilada, por lo que iba tropezándose. Desde la azotea podía trepar a la muralla. Si tenía suerte y no había guardias patrullando en ese momento, podría escabullirse al interior de la ciudad. Si tenía mala suerte, la coserían a tiros. Escuchó las pesadas pisadas persiguiéndola. No tenía muchas opciones.
La azotea de su vivienda no era más que la parte superior y oxidada de un antiguo contenedor marítimo. Los habían ido apilando cerca de la muralla conforme la crisis de los refugiados iba empeorando. El suyo estaba sobre un antiguo edificio del Puente de Vallecas. Podía saltar a la torre eléctrica y de ahí a la muralla. Lo hacía a menudo después de que los guardias hubiesen hecho la ronda. Para mirar la ciudad o para colarse dentro.
Saltó a la torre, haciéndose daño en sus pies descalzos. Tenía todo el cuerpo lleno de arañazos y cortes por los cristales. Su cuerpo ya despertaba y comenzaba a dolerle. Trepó. Su agresor pareció pensárselo. Eso le dio una oportunidad. May tenía una mochila escondida en la torre con algunas de sus herramientas y algo de dinero y ropa. Llegó hasta ella y se la echó al hombro. Miró bien al tipo embozado. Llevaba una capucha muy cerrada que le dejaba a la vista solo los ojos. Con la oscuridad era imposible reconocerle. Zapatillas de deporte negras, parecían botas de baloncesto. Era grande y corpulento. El cuchillo que llevaba en la mano izquierda le dificultaba el desplazamiento vertical por la torre. Parecía empezar a darse cuenta de que no podría cazarla, pero tampoco desistía. No desistía. ¿Qué estaba pasando? Mientras se acercaba a la muralla, May repasó mentalmente lo acontecido en los últimos días. Había ido a trabajar a la planta como habitualmente, había acudido a hacer el mantenimiento a las torres que correspondían esa semana. No había tenido ningún percance con nadie del trabajo. Durante la semana, había estado reparando un par de cortes en algunas casas de refugiados, como siempre. Lo hacía voluntariamente, para ayudar. Ninguna de esas personas querría matarla. Tampoco era un ladrón. Alguien quería acabar específicamente con ella, por ser ella.
Saltó a la parte superior de la muralla y se dio la vuelta mirando al tipo. Desde esa posición, May podría empujarle y tirarle al vacío si intentaba seguirla. Sacó un mono de trabajo de la mochila y se lo puso sin dejar de mirarle. El embozado pareció pensárselo y finalmente desistió. Comenzó a descender hacia la azotea de nuevo. May no podía volver a su contenedor. Solo le quedaba entrar a la ciudad clandestinamente y buscar alojamiento entre alguno de sus contactos. El suelo de hormigón de la ciudad estaba frío. Sus pies, magullados. Los guardias que hacían la ronda estaban lejos. Había tenido suerte. Se sentó en el suelo a observar Madrid intramuros mientras recobraba el aliento. La ciudad se desplegaba en la noche como un paisaje apocalípticamente silencioso. La Castellana, convertida en un río turbio y oscuro, serpenteaba entre los restos de edificios que se desmoronaban, reflejando en sus aguas la silueta rota de la ciudad. Solo quedaban enteras dos de Las Torres. Otra estaba partida a mitad. A pesar de todo, los habitantes del interior vivían mucho mejor que los refugiados. La mayoría tenían luz, y para algunos afortunados, la vida era igual que a principios de siglo. No era raro que cada vez más gente prefiriese pasar el tiempo durmiendo, soñando con Oniria.
Oniria… allí sí había gente que la quería muerta. ¿Acaso era posible que los sueños repercutiesen directamente en la realidad? Se frotó la cabeza tratando de recordar el último sueño. Normalmente, cuando despertaba lo escribía todo en su «nocturnario», su diario de sueños. Era parte del Método de La Llave. Pero con el sobresalto, no conseguía recordarlo todo. Recordaba a Marcus. Él era la única persona que había estado en su casa. Marcus no era un refugiado, pero salía habitualmente de la ciudad para ayudar. ¿Marcus la quería muerta? Era prácticamente imposible. En cualquier caso, todas aquellas suposiciones tendrían que esperar. May necesitaba algún sitio para dormir. Y unos zapatos. También desinfectarse los cortes. Miró la luna, que a través de pesadas nubes iluminaba amarillenta las grúas de construcción. Suspiró y se puso en marcha.
Descendió la muralla utilizando las tuberías de desagüe. En la mochila tenía arnés y cuerdas, así que poco a poco llegó hasta el suelo. Estaba en la parte sureste del centro de Madrid. A esta hora de la madrugada nunca había nadie por esta zona. Los contenedores de basura de las calles estaban a rebosar debido a un sistema de basuras ineficiente. Algunos mendigos dormían entre cartones en portales. Eran ciudadanos, no refugiados, por lo que tenían derecho a vivir intramuros. Un «privilegio» que tenían todos los del interior de la M-30, ahora convertida en muros de hormigón.
May pulsó el telefonillo de un bloque de viviendas de ladrillo de la calle de los Pajaritos. Allí vivía Montse. Después de unos minutos, respondió al telefonillo con muy mal humor.
-Soy May. No puedo volver a mi casa esta noche. Necesito un techo.
-¿May Cruz? Sube.
El portal se abrió y May subió hasta el quinto piso sin encender la luz de las escaleras ni tomar el ascensor. En general ya nadie usaba los ascensores porque la falta de mantenimiento generalizada los hacía peligrosos. Sin embargo, el edificio de Montse le hacía parecer que aún vivía en una civilización normal, como la de antes de las inundaciones. Los suelos y las paredes estaban limpios y desinfectados, y había espejos y cuadros en el rellano y los pasillos. May no tuvo que llamar a la puerta del piso porque Montse la esperaba en el umbral. Quinto C. Montse era una mujer grande. Estaba envuelta en una bata de color rosa y tenía unas zapatillas del mismo color. Se las cedió en cuanto vio que iba descalza, y la hizo pasar al interior.
-¡Tienes una pinta horrible!
El piso de Montse estaba lleno cajas. Se ocupaba de una red de distribución clandestina de medicamentos y no tenían almacén. Se habían conocido años atrás cuando un terremoto había derrumbado todo un barrio de chabolas en Usera. May era su contacto extramuros, y en ocasiones había pasado medicamentos de contrabando. Nadie la querría muerta por eso. Montse le permitió usar la ducha y le dio ropa limpia. May le contó que habían entrado a robar a su contenedor mientras tomaba un té caliente que la ayudó a recuperarse un poco. No quería preocuparla más de la cuenta. Solo necesitaba un sitio donde descansar esa noche. Al día siguiente se marcharía.
Montse le dejó una manta y el sofá, que compartiría con su gato Zeus. Aún no había amanecido. May se puso todo lo cómoda que pudo y se arropó. Cerró los ojos y se dispuso a entrar de nuevo en Oniria utilizando el Método de La Llave. En los sueños era poderosa. No habría tenido que huir de esa manera de un bandido. Su mente fue durmiéndose y la imagen de un Marcus desdoblado fue apareciendo.
Un kabu con los los recuerdos de Marcus.
¡Ultimo capítulo de 2024!
Gracias por seguirnos hasta aquí.
El segundo arco de May Hawaii y los Cazasueños comienza en Enero de 2025!