May Hawaii y los Cazasueños
¡Especial! Capítulo Doble

Minerva
-Mierda, mierda mierda.
Minerva Pérez corría por las azoteas de Sotopeña perseguida por una bandada de tucanes que en vez de patas tenían manos, pero lo peor eran los dientes en el pico, conformando una especie de sonrisa funesta. Por suerte, las casas dejaban calles muy estrechas entre ellas, y la joven podía usar el parpadeo para pasar de una a otra sin estrellarse contra el suelo. Sin embargo, aunque no era una técnica que requiriese mucha arena -al contrario que el salto-, a este ritmo las reservas de Minerva se iban a ir al traste.
-Mierda.
Pérez llegó hasta la cornisa. En la calle de abajo, algunos de esos feos perros le ladraban. Por el rabillo del ojo podía ver la plaza, donde se habían reunido algunos otros encapuchados con máscara. El cabildo estaba a dos azoteas de distancia. Miró a la cornisa de enfrente. Parpadeó. En el microsegundo en el que mantenía los ojos cerrados, una incómoda ansiedad le subió desde el pecho a la garganta. No le gustaba el parpadeo. Abrió los ojos y estaba en el punto al que había mirado. Todo había ido bien. Pero los tucanes aún la seguían y no le iba a dar tiempo a cruzar corriendo toda la azotea. Necesitaba tiempo. La puerta de acceso al interior estaba cerca. Podía llegar hasta ella, pero si estaba cerrada con llave, los tucanes la alcanzarían.
-Mierda podrida.
Se dio la vuelta. Se quitó la mochila. Sacó un aparato parecido a un altavoz. Lo usaba para distorsionar frecuencias, pero suponía que lo podía usar para que emitiese algún pitido molesto para los tucanes. Por suerte ya había pensado en ese tipo de uso y lo había modificado previamente añadiendo un puerto para acoplar un módulo transductor, que tenía en uno de los bolsillos de la mochila. Tendría que estimar la frecuencia a ojo. Mejor hacer una serie de barridos rápidos. Acopló. Conectó. Los tucanes estaban casi encima. Encendió. Se puso los tapones para los oídos. Uno casi se le cae. Giró la rueda de modulación varias veces a un lado y a otro, mientras con la otra mano subía a tope la palanca de la intensidad. Notó cómo el aparato drenaba de su aerena de forma invisible. Minerva no escuchó nada, pero los tucanes reaccionaron como si hubiesen chocado con una pared invisible. Uno de ellos perdió sustentación y cayó al suelo entre las casas. Los otros huyeron entre gritos que alertaron de su presencia a los kabus y humanos de la plaza. Dos disparos impactaron en la cornisa muy cerca de Minerva.
-¡Mierda!
Había alertado a los encapuchados. Aunque el truco del altavoz le había comprado tiempo con los tucanes, iba a tener que sacarse algo más especial de la manga para llegar a la azotea del cabildo sin que se le echasen encima. Aunque no lo oía, ya podía imaginarse una manada de esos horribles perros-calavera atravesando las ventanas de la primera planta de la casa donde estaba, y golpeando la puerta de acceso a la azotea hasta derribarla. Pero al pensar en todo eso, le subía la sangre a la cabeza y notaba cómo perdía lucidez. No podía dejar que la pesadilla se adueñase de ella. Buscó cobertura bajo la cornisa y volcó todo lo que llevaba en la mochila. Todos sus aparatos estaban diseñados para ser modulares. Se abrochó un ancho cinturón blanco. Sacó de él unos tirantes que conformaban un arnés. Cambió el modo de las gafas de realidad aumentada pulsando un botón en la sien. Las gafas comenzaron a modificarse solas, cambiando la forma y el cristal de las lentes. Mientras se reconfiguraban, Pérez terminaba de acoplar aparatos al cinturón y al arnés: dos cilindros de gravitones, uno a cada lado de la cadera, dos hombreras con anclajes y ojales reforzados y los otros tres drones. Los encapuchados no habían dejado de disparar. La puerta ya temblaba con los embates de los perros. Los tucanes comenzaban a sobrevolar el edificio a una distancia prudencial, cogiendo la medida al radio del altavoz de frecuencia.
-Mierda, mierda, mierda, mierda.
No había tiempo para ponerse el casco. Ni las rodilleras. Ni las coderas. Acopló dos mandos de videoconsola -de esos que se separan para tener uno en cada mano- a dos varillas telescópicas que desplegó desde el cinturón. Abrió la cremallera que le permitía desplegar la mochila como una tela, y la acopló a los anclajes de las hombreras. Con las prisas, eran muy difíciles de ajustar. Nunca lo había hecho tan rápido. Los perros tumbaron la puerta, pero su ala delta ya estaba montada. Era pequeña y rara, como ella, pero a la vez, maravillosamente versátil. Salió corriendo, activó los cilindros de gravitones. Los perros corrían para cazarla.
-Mierda, mierda mierda.
Remontó el vuelo justo a tiempo para evitar una de las dentelladas. Los cilindros dejaban una nube carmesí con brillos morados. Minerva no había practicado mucho el vuelo en sueños, una de las primeras disciplinas que casi todos los onironautas querían experimentar al soñar lúcido. Por eso, su ala delta gravitacional se movía excesivamente lenta, antinaturalmente lenta. Con las leyes físicas de Vigilia, se habría caído al suelo por falta de sustentación, pero para eso estaban los cilindros. Sin embargo, la falta de velocidad la convertían en un blanco en el aire para los enmascarados de los Devotos de la Niebla, que no dejaban de disparar desde la plaza.
-¡Mierdaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Minerva soltó uno de los mandos de dirección y tiró de la palanca de intensidad hasta el máximo. Los cilindros de gravitones emitieron dos pulsos como dos latidos y generaron un escudo invisible a su alrededor, al que los proyectiles que llegaban se ralentizaban como si atravesasen gelatina. Las gafas de piloto con realidad aumentada de Minerva dieron un aviso de sobrecalentamiento y otro de alerta de consumo excesivo de aerena. Los cilindros comenzaron a soltar un humo más negro que escarlata y las partículas moradas comenzaron a salir desmedidamente como gas a presión.
-Mierda, no.
Tendría que hacer un aterrizaje de emergencia en el techo del cabildo. Con una mano en la palanca de intensidad y con otra en el mando de control, fue ajustando mientras uno de los cilindros gravitaciones se encendía en llamas violetas. Minerva no tenía tiempo de apagarlo para evitar el despilfarro de aerena. Su parapente comenzó a girar sobre sí mismo y a ganar velocidad. Minerva se aproximó al firme todo lo que pudo y, en el último segundo, se desabrochó el arnés y rodó sobre el techo del cabildo mientras el parapente se estrellaba aparatosamente contra la pirámide de cristal que daba al patio y caía al fondo. Adiós a meses de investigación y desarrollo. Pérez golpeó el suelo con la mano abierta.
-¡Mierda!
Se levantó trabajosamente. A parte de algunas magulladuras y rozaduras en rodillas y codos, y una punzada rara en el costado, se encontraba bastante bien. Se levantó las gafas, sacó la tableta y activó los tres drones, después de descolgárselos del cinturón. Olía a quemado, pero no era por sus cilindros gravitacionales. Era un olor mucho más orgánico. Minerva se asomó por la cristalera rota, y justo entonces vio que un tipo con toda la piel ennegrecida por quemaduras y que solo vestía unos pantalones, se apoyaba en la baranda y daba un enorme salto hacia ella. Bajo el brazo derecho llevaba una enorme bola dorada.
-Oh, mierda.

El Pequeño Reloj Cuántico
-¿Valdés?
El tipo con la piel ennegrecida por las quemaduras la miró sin reconocerla. Aún salía vapor de su torso.
-¡Peres! -dijo con su acento particular.
-¡No me llames Pérez! -respondió Minerva como si se lo hubiese dicho cien veces.
-Tengo el reloj.
Levantó la pesada bola dorada que era casi tan grande como Minerva. Se trataba de un giroscopio en cuyo interior había un reloj de arena que siempre se mantenía en la misma posición. Minerva se levantó una de las lentes de las gafas para mirar sin filtros y tocó las runas inscritas en el metal con curiosidad. Una de las ampollas de cristal estaba rota, y la madera correspondiente no cerraba como las de los relojes normales. La rotura de la ampolla parecía parte del diseño. El giroscopio la mantenía hacia arriba. Estaba llena de partículas de aerena fina, brillando en escarlata, y no se evaporaban, pero se filtraban muy lentamente a la ampolla de abajo, donde se iban acumulando como en un reloj de arena normal.
-Es mágico… no tengo ni idea de cómo funciona.
Valdés se encogió de hombros. Él tampoco lo sabía. Pero eso era lo que menos le preocupaba ahora. Miró alrededor. Había que salir de allí y ponerlo a salvo. Identificó tres peligros inminentes: los kabus alados que se acercaban volando, los perros cadavéricos que estarían rastreándoles hasta el tejado del cabildo, y los Devotos de la Niebla, el gremio oscuro que había coordinado el ataque. Entonces aparecieron desde la cristalera rota los dos drones que se habían desactivado cuando escuchó gritar a Pérez. A Minerva.
-Con estos dos y los tres que llevo encima, puedo montar un tetracóptero -dijo ella-. Pero hay dos problemas, el primero es que necesito tiempo para montarlo. El segundo es que para llevar a dos personas, tendré que «bustear» el combustible, y eso me va a dejar seca.
Valdés entendió a la perfección lo que tenía que hacer. Miró a Minerva y asintió. La cogió como un saco de patatas ignorando sus protestas y corrió hacia la cornisa, ignorando sus gritos, puñetazos y patadas. Entonces hizo otro de sus saltos olímpicos para caer en una azotea cercana. Alejándose de los pájaros monstruosos. Rompió la puerta de una patada y bajó las escaleras precipitadamente hasta llegar a lo que parecía un amplio salón comedor de los años noventa. Dejó a Minerva en el sofá y bajó las persianas. Después arrastró los muebles hacia la puerta. Minerva activo las luces de sus drones apuntando a la cara de Valdés.
-No vuelvas a hacer eso sin avisar. Lo digo muy en serio.
Valdés asintió. Minerva no estaba segura de si el gigante lo había pillado, pero ya estaba manos a la obra despejando la mesa para trabajar encima. Uno por uno, fue ensanchando sus cuadricópteros y ensamblándolos unos a otros. El quinto podía cerrar sus hélices como si fuesen un diafragma. Lo acopló en el centro de la estructura. La tela de la mochila se usaba para montar un asiento, pero como se había perdido, tendría que sentarse en el suelo y enganchar el cinturón. Valdés tendría que ir colgado a peso. Echó una mirada de reojo. Había perdido peso, ahora en vez de un grandullón diplodocus parecía un grandullón a secas. Programó la estimación de peso para la sustentación. El tetracóptero iba creciendo más y más dentro del salón. Tendrían que atravesar las ventanas al salir, así que Minerva las midió por si acaso.
-Perdona por asustarte.
Valdés se había sentado en una butaca y se había relajado. Su piel estaba recuperando su aspecto normal, mientras un ligero vapor escarlata salía de su cuerpo. A Minerva la recordó a cuando se conocieron. Estaba concentrada atornillando algo cuando May le presentó a Don Gregorio y a Valdés y le dijo que iban a colaborar. Minerva se dio la vuelta molesta por ser interrumpida y se chocó contra la pierna de un gigante que estaba demasiado cerca. «Perdona por asustarte», había dicho mientras la ayudaba a levantarse del suelo y recogía algunos de sus aparatos que se habían caído con ella. Minerva sonrió. Qué estúpida.
-No te preocupes. Solo avisa de lo que vas a hacer.
-Voy a buscar una camiseta -dijo Valdés.
Entonces desapareció por el pasillo. El reloj estaba en el suelo junto a la butaca. Se estaba terminando la aerena de la ampolla rota. Minerva dejó el destornillador y se acerco a estudiar con detenimiento el reloj. Por lo que sabía, era una réplica «en miniatura» del Reloj Cuántico de Azarías, que se encontraba en la Sala del Tiempo de P.D. «La cazoleta o ampolla superior está rota. -dijo Minerva en voz alta mientras leía información del reloj en su tableta- Cuando está hacia arriba, recolecta una muestra de aerena de cada soñador dentro del radio de influencia. Tarda un semi-ciclo en llenarse. Después el reloj gira, en lo que se conoce como el «campanazo», que crea una onda expansiva desestabilizadora.» Los gremios de los Cronomantes y los Ingenieros de Aerena, padres del invento, no habían conseguido evitar ese efecto secundario que hacía perder lucidez a los soñadores poco entrenados. Después del campanazo, el semiciclo en el que la cazoleta rota apuntaba hacia abajo, dejaba salir la aerena, que volvía a cada onironauta. Mediante estos ciclos, el reloj coordinaba el tiempo de sueño, de forma que cada ocho horas de Vigilia correspondían siempre a siete ciclos en Oniria. Siempre igual para todos los soñadores dentro del alcance. Había sido la forma de lograr la civilización, ya que sin el reloj, cada soñador soñaba a una velocidad temporal diferente, y las relaciones se volvían caóticas.
Valdés volvió, vistiendo una camiseta de Bart Simpson.
-Tenemos que darle la vuelta cuando se termine de llenar. Habrá que colgarlo en alguna parte.
Pero Valdés se dirigió rápidamente a la ventana y comenzó a abrir las persianas.
-Hay que irse, nos han encontrado.
-¡Pero el tetracóptero no está terminado! Mierda.
Minerva volvió a la mesa y terminó de atornillar los anclajes. Después conectó la tableta al sistema de control -había perdido los mandos de consola-. Comenzaron a oírse los ladridos y los pasos. Una puerta echada abajo a golpes. Minerva ató el giroscopio y encendió los motores. El tetracóptero se elevó diez centímetros y se mantuvo estable. Dos disparos a través de la puerta. Minerva subió y dirigió el aparato contra las ventanas, que estallaron a su paso. Cuando estuvo fuera, sacudiéndose los cristales, gritó a Valdés:
-¡Sube!
Valdés corrió hacia la ventana y se abrochó el arnés que le tendía Minerva. Después se agarró a la parte inferior del aparato, aprovechando para ello los tubos metálicos telescópicos que conectaban los drones. El tetracóptero se vino abajo debido al peso, pero Minerva activo la quema en ráfagas de aerena y recuperó la estabilidad. Era un aparato improvisado. Pequeño. Incómodo. Pero volaba.
-¡Va muy lento! -dijo Valdés, quien veía cómo la puerta caía y los perros entraban al salón.
-¡Lo siento! ¡Aún tengo que mejorar las capacidades de vuelo!
Los perros no llegaban, pero dos enmascarados se asomaron a la ventana. Llevaban pistolas y estaban a tiro. Entonces ocurrió una secuencia de acontecimientos que nadie había podido predecir.
Los encapuchados dispararon.
Valdés se impulsó hacia ellos con los brazos abiertos para cubrir a Minerva, abandonando la nave.
El cambio de peso hizo el que el tetracóptero remontase altura súbitamente, lo que provocó que un tucán que estaba ya sobre ellos atravesase involuntariamente una de las hélices y acabase hecho papilla instantánea.
El pico del tucán salió disparado, impactando directamente contra el giroscopio del reloj de aerena y atorándolo. Esto hizo que el reloj se voltease, pero no por completo, quedando casi horizontal.
Se produjo un campanazo extraño, con una onda expansiva no uniforme, y el tiempo pareció detenerse o multiplicarse. Minerva podía ver copias de sí misma , de la nave y de Valdés, que iban quedando en el aire detrás de ellos. Como cuando un ordenador se queda colgado y la ventana parece redibujarse infinitamente en la pantalla. Trató de alcanzar el pico del tucán para que el giroscopio pudiese hacer su trabajo, pero entonces le pareció que su cuerpo no era su cuerpo, sino un vehículo que estaba pilotando desde otro sitio.
Un vehículo que pilotaba otro vehículo. Minerva sonrió.
«¿Cómo no lo había pensado antes?»