CHAMÁN
La Hacker
Gill Santos lleva dos meses sin follar y está de mal humor. Las chicas cada vez le duran menos o tal vez ella se está haciendo mayor.
—Tu cara da asco —dice, volcando su frustración en Diego Torres.
—Yo también te quiero, zanahoria.
Entonces, la risa ronca de la pelirroja lo ilumina todo, y él piensa que, si las cosas fueran distintas, no podría hacer nada para escapar de ella.
—¿Estás comiendo bien?
Diego Torres ignora la pregunta mientras curiosea por la mesa del despacho, y sirve otro par de tequilas: carpetas amontonadas con cierto desorden, cartas sin abrir, vasitos apilados de tres en tres entre marcadores de colores.
Hacía mucho que no pasaba por allí, y todo sigue igual. El diván desvencijado lleno de cojines. Los libros desparramados por el suelo. Las botellas vacías de Jose Cuervo, Especial Dorado Reposado, alineadas sobre la chimenea de mármol… y el ordenador.
Claro que llamarlo “ordenador” es una gilipollez. Parece más una mezcla de reliquia y fortaleza recién sacada de una peli ciberpunk, que ocupa toda la pared norte del despacho.
Son tres las máquinas que lucen las cicatrices de un uso obsesivo: una torre negra y maciza llena de rozones, otra con abolladuras en la parte superior y un botón de encendido que solo responde tras una pulsación firme, como si necesitara una orden inequívoca para ponerse en marcha. Y la tercera, gigantesca, vertical, con la carcasa desgastada, parece una columna rota llena de luciérnagas.
Conectados a ellas, dos monitores XXL dominan el espacio. Están petados de ventanitas que parpadean ejecutando programas de análisis, rastreo, software de encriptación, y alguna que otra aplicación de origen dudoso. Uno de los monitores está más inclinado, sujeto al escritorio metálico con una cinta de velcro para mantener la posición exacta que Santos necesita. En el monitor izquierdo, una esquina del marco está rota, como si hubiera recibido un golpe con algo contundente en alguna noche agitada.
Torres observa que los teclados están personalizados y, aunque no es un experto del tema (su hermano también era un friki de los teclados), sabe que cada uno es una pieza artesanal. En el de la izquierda, los caracteres de algunas teclas están borrados y se ven símbolos improvisados pintados con marcador negro, notas privadas de Santos para recordar comandos que solo ella entiende. El otro tiene teclas adicionales, atajos modificados y programados para activar funciones de hackeo o ejecutables de acceso rápido.
Un poco más allá, sobre el mismo escritorio, hay una colección de discos duros externos y módulos USB que se apilan de forma desordenada, como piezas de un rompecabezas complejo. Algunos llevan etiquetas escritas a mano: “Registros BP”, “Red HN”, “Perfiles S”. Otros, en cambio, no llevan ninguna identificación, y Torres se pregunta qué tipo de información ocultarán esos discos sin nombre.
La torre vertical está equipada con varios ventiladores adicionales, colocados en ángulos extraños que le dan un aspecto algo improvisado. Las hélices zumban de forma constante, un ruido blanco que, en el despacho desordenado de Santos, se siente casi como un latido. Una luz de neón púrpura se refleja desde algún dispositivo que Torres no logra identificar, probablemente parte del sistema de seguridad casero que Santos tiene montado.
—¿Tiene disquetera ese cacharro?
—¿Estás de coña? —dice Santos, echándole una mirada entre divertida y exasperada, como si Torres acabara de insultar a su abuelo—. Claro que tiene disquetera, cretino.
Torres la observa con una ceja levantada, y Santos suspira, dejando el vaso de tequila sobre la mesa con un golpe seco.
—Un tipo analógico como tú no tiene ni idea, pero hay cosas que las máquinas modernas simplemente no pueden hacer.
—¿Quieres decir que tienes documentos tan antiguos como para necesitarlas? —pregunta Torres.
—No es cuestión de antigüedad, sino de seguridad. Los disquetes no se conectan a la red, no transmiten datos, no tienen vulnerabilidades inalámbricas. Todo el mundo los olvidó, y por eso mismo son prácticamente impenetrables. —Santos se reclina en su silla, cruzando los brazos—. Pero no me has traído esta botella para hablar de disquetes. ¿O sí?
Torres tuerce la sonrisa y, durante un instante, duda.
—Me interesa más lo que sabes sobre los proyectos alternativos de BankPlus —miente, apurando su vaso.
Santos rellena el suyo mientras un silencio tenso hace crujir sus dedos. Remueve el licor. Huele su aroma engañosamente dulce. Y vuelve a dejarlo sobre la mesa con delicadeza.
—A lo mejor ya se te ha olvidado pero, como soy tu amiga, te lo voy a recordar… —dice una voz demasiado ronca para ser la suya— Hay avisperos que es mejor no agitar.
Torres se encoge de hombros y lanza un brindis desafiante al vacío. El zumbido de los ventiladores se vuelve ensordecedor.