May Hawaii y los Cazasueños
Conciliábulo
-No puede haber saltado muy lejos -dijo Valdés con su acento cubano.
Minerva, Valdés y Don Gregorio estaban sentados en el suelo alrededor de la tablet, analizando cada fotograma del vídeo donde se veía el salto del misterioso personaje que había salido del zigurat. Valdés era un experto en optimización de la aerena, que usaba, por ejemplo, para aumentar su fuerza física en Oniria.
-Por la forma en la que se desmaterializa el cuerpo, se nota que la cantidad de aerena que ha usado no es masiva. Si hubiese cubierto mucha distancia, el resto de aerena se arremolinaría más aquí. Además habría emitido residuos así y así -Valdés gesticulaba con cada afirmación-. Estoy casi seguro de que ha saltado a Sotopeña. El residuo es muy poco como para no haber usado una antena cercana.
Por «antena» se refería a la estatua de Tiberio. Los asentamientos humanos en su expansión a lo largo de la Esfera necesitaban tres elementos imprescindibles para funcionar de forma civilizada. El primero era una antena para recepcionar los saltos de los onironautas, que siempre se integraba en una estatua de Tiberio. Se representaba como un hoplita griego o un legionario romano triunfante, con su lanza rampante alzada hacia el cielo. Alrededor de la estatua solían aparecer y desaparecer onironautas de la nada. La lanza era la antena. En la otra mano empuñaba un escudo. Este escudo era el soporte del sistema Aegis, el segundo elemento para la civilización onírica. El tercero era una réplica del reloj de la Sala del Tiempo del Palacio de los Deseos. Un reloj mágico que homogeneizaba el tiempo de todos los onironautas. Más pequeños e imprecisos que el original, se mantenían a recaudo en salas del tiempo en los cabildos de cada asentamiento. Tanto la plaza donde se hallaba la estatua como los cabildos estaban siempre custodiados por soldados de la Triple Estrella, el gremio gobernante. Estos soldados vestían como la estatua de Tiberio, y se ocupaban de la seguridad de los onironautas, extralimitándose en algunas ocasiones.
Aunque todo eso estaba a punto de cambiar en Sotopeña. El sonido de una explosión llegó a los oídos de los Cazasueños desde la plaza. Alguien acababa de volar la antena, y por lo tanto, el Aegis. Los kabus más poderosos podrían entrar ahora en la plaza y atacar directamente el cabildo para destruir el reloj. Si eso sucedía, los tiempos de los soñadores se descoordinarían y sería el caos. Todo los construído en Sotopeña y en Junglaverde se perdería y habría que comenzar de nuevo. Los compañeros se miraron entre ellos.
-¡Tenemos que volver! -dijo Valdés.
-¿Y May? -Respondió Minerva.
-Yo iré a por ella. Tened cuidado -zanjó Don Gregorio-.
Don Gregorio se levantó y se fue caminando calle abajo como si no hubiese prisa, con las manos a la espalda. May guardó la tablet. Valdés corrió hacia la plaza mientras la pequeña buscadora le seguía lo más rápido que podía.
-¿No tienes cámaras en la plaza?
-¡No! ¡No me parecía un lugar interesante! -gritó ella.
Desandaron el camino hasta llegar a las calles aledañas, pero la cantidad de kabus que había subido desde la jungla había crecido. Una columna de humo asomaba por encima de los tejados. Valdés entró en una de las casas que parecía alta. Estaba ya abandonada. Minerva le siguió, algo aliviada por no tener que acercarse más a la plaza. Desde la buhardilla de la casa podía verse el estado del centro del pueblo. Valdés le hizo gestos a Minerva para que no hiciese ruido y se asomase con cuidado. La otrora bella plaza de imitación renacentista ahora estaba llena de cascotes. De la estatua de Tiberio solo quedaban los pies. El resto estaba volatilizado en pegotes de bronce fundido repartidos por los alrededores. Había muchos cuerpos de soldados de la Triple Estrella que aún no se habían desmaterializado. El número y el tamaño de los kabus había aumentado. Algunos de ellos tenían formas humanoides. May pudo observar por primera vez a los multiformas y a los cerberos. Unos escarlatinos salían de la sangre de los cadáveres… era todo un abanico de pesadillas. Minerva y Valdés sintieron que iban a perder la lucidez o a caer en la pesadilla, pero aplicaron las técnicas de soñadores avezados que conocían para mantener la cordura… un poco más.
-El cabildo aguanta -susurró Valdés.
Minerva se asomó un poco más. Aún había dos hoplitas guardando la puerta. Mantenían a raya a un grupo de intelidoguis con apariencia de zorros. Detrás de ellos había unos seres de alquitrán lanzando pegotes negros a los soldados.
-Podríamos intentar colarnos y sacar el reloj. Por lo menos no se perdería.
Valdés sopesó la sugerencia de Minerva. Los relojes que armonizaban el tiempo eran obras de finísimo calibrado. Era posible que solo con sacarlo de sus goznes ya fallase. Aunque seguro que no era tan malo como que acabase roto.
-Vamos -dijo.
-¡Espera! -casi grita Minerva-. ¿Ese no es el que salió del zigurat? ¿No se parece mucho a Marcus?
En el centro de la plaza, cerca de los restos de la estatua, un hombre vestido como Indiana Jones se abanicaba con el sombrero. Pero su aspecto era el de una persona de unos setenta años mal llevados. Valdés no era capaz de distinguir si era Marcus o no. El fornido buscador frunció el ceño cuando vio que estaba hablando con alguien. Era un tipo alto envuelto en una capa negra. Su rostro era rojo, ceñudo y con una exagerada nariz ¿Era un kabu? No… era un soñador con una máscara veneciana.
-Malas noticias -dijo Valdés-. El de la máscara es de los Devotos.
Minerva se quitó de la ventana rápidamente. Le había parecido que le miraba. Se sentó en el suelo apoyada contra la pared.
-Mierda. Estamos jodidos. Esperaba de verdad que fuese un cuento del Oniria Times.
-Esto confirma la existencia de los gremios oscuros.
-¿Qué hace Marcus con esos tipos? ¿Y por qué ha envejecido? ¿Son tan fuertes que pueden con la Triple Estrella? ¡Todo esto no tiene ningún sentido!
Se oyeron un par de explosiones más.
**
Mientras tanto, May, Ember y el joven Marcus salían del Zigurat bastante maltrechos. May pudo ver la columna de humo que asomaba por encima de las copas de los árboles en dirección a Sotopeña y se temió lo peor.
-¡Parece que has encontrado a Marcus! ¡O al menos a una parte de él!
May giró la cabeza hacia donde provenía la familiar voz de Don Gregorio. La sonrisa se le congeló en la boca. El viejo estaba montado en un dinosaurio.
-¿Qué es eso, un velocirraptor?
-Específicamente, son deynonichus, son un poco más grandes y más inteligentes -respondió un hombre que no conocía, y que montaba a otro de los raptores. Don Gregorio reía.
-Te presento a Rex, un viejo amigo. Cría a estas preciosidades desde que se mudó a la jungla.
-Si no llega a ser por Grego, no hubiese podido salvar a todos -dijo Rex.
May vio que a parte de los raptores que cabalgaban los dos hombres, cada uno llevaba las riendas de otros dos, haciendo un total de seis. Todos ensillados. Todos ejemplares fabulosos aunque algo terroríficos.
-Lo siento, no sabía que tendríamos más pasajeros. El pelirrojo tendrá que ir de paquete -dijo Don Gregorio.
-Yo no voy con vosotros -dijo Ember -. Esta jungla es mi hogar.