Lo primero que vio Diego Torres cuando aspiró el vapor de la salvia, fue una penumbra verde y densa que humedecía las paredes de la buhardilla y se extendía más allá de las murallas de Madrid hasta devorar el atardecer.
Aún no sabe que es un chamán onírico. Todavía no ha recorrido los senderos del Bosque Quemado siguiendo el rastro de un asesino en serie. Hasta ahora, sus visiones de La Ciudad se confunden con las calles de un Madrid envuelto en brumas. Ni siquiera ha empezado a buscar al asesino de su hermano con la complicidad de los gremios. Desconoce su poder. No sabe nada de Oniria… ni le importa. Todo lo que quiere es retener el humo de salvia entre las venas.
Está harto de la Vigilia, aunque aún no sepa lo que significa ese nombre. Está listo para dejar atrás la realidad y sumergirse en el Mundo de los Sueños, aunque por ahora lo único que quiere es ahogar el dolor. La ansiedad. La nausea. La memoria. La locura. Las cicatrices blancas de sus nudillos que recuerdan mejor que él lo que pasó en aquella celda de la comisaría, cuando la sangre de su hermano le salpicó en la camisa y él ni siquiera se dio cuenta de que eran sus puños los que le había roto la nariz, el cráneo, la vida. Hay demasiados determinantes en sus recuerdos, vacíos, flotando entre sus neuronas en busca de un nombre al que aferrarse. Asesino sería un buen comienzo, my friend.
Así que, aspira el segundo chute de salvia, mezclado con el sabor familiar de los Ducados, y se deja llevar.
Madrid es apenas una sombra bajo la vegetación negra que fagocita los muros de la Plaza Mayor. Sobre los escombros de la ciudad se levanta una maraña de árboles quemados. El silencio se parece al chirriar de neumáticos en los semáforos, y los neones parpadean como libélulas de pesadilla en los portales abandonados. Las esclusas del Manzanares, con sus esferas flotantes, han desaparecido. Nadie diría que esta desolación verde era, antes de la salvia, una fortaleza de hormigón capaz de sobrevivir al cataclismo climático de 2050.
Ni por un momento pasa por la mente de Diego Torres el destino que la salvia ha reservado para los campos de refugiados más allá de los muros. No queda rastro de vida humana bajo las ramas de este bosque terrorífico que se despeña desde su ventana hasta el horizonte final de la Esfera onírica. Solo una Luna blanca y gigantesca cuelga del cielo púrpura. Una constelación de estrellas fijas que parece un tridente se dibuja a su izquierda, lista para ensartar el monstruoso satélite y fijarlo para siempre en el vacío.
Diego Torres contempla la desolación que se extiende bajo sus pies y, de alguna manera, se siente en casa. Hay un resplandor escarlata a lo lejos. Tal vez un rascacielos o una antena descomunal que brilla fantasmagóricamente atrayendo cientos de sombras como un imán.
Hay una red de hilos rojos que cubren la torre como una telaraña. Y, aunque aún no sabe lo que está viendo, Diego Torres presiente que allí, en aquella torre, pueden cumplirse todos los deseos. Los suyos, los de todos los cadáveres que la búsqueda del asesino de su hermano dejará a su paso, y todos, absolutamente todos los deseos de la humanidad.