May Hawaii y los Cazasueños
La Jungla de Sombraverde
Sotopeña era una villa de casas andaluzas construida sobre un risco. Desde allí podía verse la inmensidad de la Jungla de Sombraverde. Un mar de palmeras, cedros y helechos gigantes enmarcado por un ancho río. El bosque tropical, según el consenso más aceptado, había surgido de los sueños de la Humanidad con las grandes junglas de la Tierra. El sol bañaba intensamente la frondosidad, haciendo que las hojas emitiesen destellos amarillentos que contrastaban con los múltiples tonos de esmeralda. El calor era pegajoso y húmedo, lo que producía una bruma brillante por el efecto de la evapotranspiración. Los reflejos cristalinos en el río le daban una sensación apacible, aunque los exploradores de Sotopeña sabían bien que no era un río fácil. Algunas pequeñas canoas lo navegaban, usando pértigas y remos para guiarse cuando iban río abajo, y motores cuando remontaban.
La pequeña villa, compuesta de menos de doscientas casas, se alzaba sobre una peña desnuda contra la que se estrellaba la jungla como si fuesen olas. Desde el risco podía bajarse a la entrada de la jungla, y un pequeño embarcadero permitía acceder al río para adentrarse o alejarse del espesor. Los exploradores aún no habían determinado dónde desembocaba el río ni su nacimiento.
May Hawaii había olvidado los prismáticos por culpa de las prisas, así que usaba la mano como visera para escudriñar la jungla desde un saliente a las afueras del pueblo. Entre el espesor destacaban algunos puntos que podían usarse como referencia.
El primero de ellos era el propio Río Sombraverde. Parecía una pitón gigante de color oliva con grandes meandros. Junto al embarcadero había un puente de madera y otro más a cuarenta kiloneirones de distancia. El oneiron era la medida de distancia estandarizada en Oniria. Se correspondía con la medida del fuste del Tridente Patrono de Tiberio. La mayoría de la gente lo asociaba instintivamente a un metro.
El segundo puente, de piedra llena de lianas y musgo, conectaba dos partes de la jungla. En la rivera izquierda desde el punto de vista de May, destacaba una gigante montaña pelada que emergía súbitamente desde la vegetación. En la parte superior había un observatorio, y a diversas alturas volaban y construían sus nidos una plétora de tucanes, guacamayos, aves del paraíso, cálaos y un montón de aves de todos los colores y tamaños. También había pterodáctilos y algunos exploradores aseguraban haber visto un pájaro de fuego.
Al otro lado del puente, equidistante con respecto al observatorio, se encontraba el Zigurat de Sombraverde. May ya había estado allí. Al igual que muchos otros exploradores. La estructura piramidal estaba hundida en la jungla, como si fuese un barco a punto de naufragar. La piedra rojo escarlata contrastaba con el verde de la jungla, otorgándole esa distinción onírica tan característica de la antigua civilización nirmana.
Después de establecer confirmación visual de la ruta que debía seguir, May se acercó al centro de Sotopeña. Las calles estaban empedradas y había todo tipo de vehículos circulando por ellas. Los habitantes de la villa eran onironautas que habían establecido allí su residencia por diversos motivos. La mayoría de ellos eran de los gremios de los Buscadores, los Escaleristas y los Coleccionistas, ya que la selva ofrecía una gran cantidad de oportunidades para los soñadores más emprendedores.
El centro de Sotopeña estaba compuesto por una plaza rectangular donde presidía el cabildo. La Iglesia del Círculo se encontraba en el lado opuesto, y en los laterales se podían encontrar restaurantes y bares. En el centro de la plaza, una estatua de cinco metros de Tiberio miraba orgullosa a los viandantes. En el cabildo pendía la bandera de la Triple Estrella, el gremio gobernante de la Humanidad en el mundo de los sueños. Dos grandes fuentes flanqueaban a la estatua. La plaza estaba bastante concurrida.
May caminó hasta la fuente más cercana al cabildo. Tenía una escultura de un tritón, muy al estilo renacentista. Un chorro de agua manaba de la boca y caía en varias conchas de piedra que lo canalizaban hasta la pila. May tomó un poco de agua con la mano izquierda y bebió. Después caminó hasta la otra fuente, donde la figura era de una sirena. No de las que tienen alas en las orejas, sino de las que tienen cola de pez. La sirena tenía una lira e igualmente un chorro de agua salía de su boca. May tomó un poco con la mano derecha y bebió.
Después fue a sentarse en uno de los cuatro bancos que rodeaban la estatua. Pero el que ella quería, el que estaba frente a la estatua, estaba ocupado por tres niños comiendo helados. May dio una vuelta por la plaza mientras hacía una llamada telefónica a Minerva.
-Estoy en Sotopeña -dijo May cuando Minerva Pérez respondió.
-Nosotros estamos en la estación de ferrocarril. No todos tenemos tus dotes de salto. -Minerva se refería a la capacidad de traslocación utilizando la fuerza de voluntad dentro de Oniria. Era una técnica arriesgada que podía llevarte a algún lugar no deseado. Además consumía una dosis bastante alta de aerena, por lo que solo los onironautas experimentados o ricos podían permitírsela-. ¿Alguna pista?
-He preguntado en el Cabildo y en un par de bares. Se confirma que Marcus pasó por aquí. Aunque no reveló a nadie sus planes ni su destino. Espero encontrar más información en el embarcadero -mintió May-. ¿Cuánto tardaréis?
-El itinerario de hoy desde Palacio de los Deseos hasta Sotopeña es de medio ciclo. Al parecer hay una manada de antílopes kabu entorpeciendo el paso en los Llanos.
-Aún me quedan algunas cosas que hacer, pero creo que me adelantaré. Nos vemos en el zigurat.
-Ten cuidado, por favor.
-Como siempre.
Los niños se habían ido. May se acercó al banco mientras terminaba la conversación y se sentó a limarse las uñas. Al poco tiempo, una mujer rubia con grandes gafas de sol y un vestido de flores se sentó junto a ella.
-¿Qué agua está más fresca, la del tritón o la de la sirena? -preguntó sin mirarla.
-La verdad es que yo prefiero cerveza -respondió May completando el código secreto.
-Es usted May Hawaii, si no me equivoco.
-Necesito la ayuda de los Rondadores.
-Por supuesto, usted tiene salvoconducto. Al igual que su asociado Marcus Blake, a quien imagino que está buscando.
-¿Es cierto que no ha salido del zigurat?
-Si ha salido, no ha sido por medios convencionales. Se adentró hace una semana, un día después de llegar. Al verla aquí, me doy cuenta de que esperaban su regreso antes. ¿Me equivoco?
-¿Fue solo? -preguntó May sin responder a la mujer. Si le importó, no pareció demostrarlo.
-Sí. Hizo el mismo recorrido que la última vez, cuando vino con usted, y entró en el Zigurat. Desde entonces, no ha salido. Me pareció extraño que se demorase tanto, pero ya sabe que no puedo alejarme del núcleo urbano.
Los Rondadores eran una organización secreta que pocos onironautas conocían. Aunque no estaban afiliados al gobierno, colaboraban habitualmente en misiones de orden público y caza de criminales, por lo que mucha gente los confundía con una policía secreta. Pero el objetivo de los Rondadores iba más allá. Su misión era observar y proteger la sociedad onírica. Por eso tenían enlaces en cada asentamiento.
-Necesitaré una canoa hasta el puente de piedra. Desde allí puedo llegar a pie.
-Dele este pase al hombre del pelo rojo en el embarcadero. Le llevará sin cobrarle.
-May se dispuso a levantarse-. Pero tenga cuidado. La selva está inquieta. Ha habido un gran incremento de ataques kabu. Casualmente desde que su amigo entró en el zigurat. Algunos incluso se han atrevido a entrar en Sotopeña. Por suerte no ha habido que lamentar desgracias.
A May le sorprendió la revelación. La actividad kabu se había mantenido estable desde que Tiberio había establecido el Aegis, algo así como una cúpula protectora sobre los asentamientos humanos. En realidad más parecido a los sistemas antimosquitos que funcionan emitiendo una frecuencia específica que los bichos no soportan. La estatua escarlata del centro de la villa servía como repetidor en miniatura y su rango alcanzaba a cubrir tanto el zigurat como el observatorio.
May se dirigió al embarcadero sin perder más tiempo. Quería llegar al zigurat en la misma jornada, antes de despertar.
-¿Es verdad que los kabus están inquietos? -preguntó al hombre del pelo rojo después de darle el tiket. Se trataba de un soñador vestido con una camisa de pequeños cuadros de colores, fornido y con una gorra de béisbol que no ocultaba su melena pelirroja.
-Hace dos ciclos tuve que ir a rescatar a los investigadores del observatorio -dijo mientras dirigía la pequeña canoa aprovechando la fuerza impulsora del río-. Me dijeron que las aves se habían vuelto locas. Chocaban entre ellas en pleno vuelo y donde había dos, de repente solo quedaba una. Dijeron que parecía un proceso de fusión que nunca habían visto. Sin embargo, el ser resultante a veces era completamente diferente a los predecesores. En ocasiones ni siquiera era una ave y se precipitaba a la jungla, donde se estrellaba. Los investigadores comenzaron a sentir desazón y optaron por abandonar el lugar antes de caer en la pesadilla.
Durante el trayecto, el barquero le contó a May algunas otras anécdotas. Helechos que se derretían como si fuesen helados, peces que se asomaban a cantar canciones populares, o criaturas abiertamente hostiles que no solían serlo. Eran comportamientos caóticos y pesadillescos que hacían pensar que había algún problema con el repetidor Aegis de Tiberio.
Al internarse en la jungla, experimentaron el efecto fantasmagórico que le daba nombre al bosque tropical. Todas las sombras proyectadas por el sol tenían una tonalidad verde pino. Hacía sentirse a May como si estuviese en un tebeo antiguo. El calor era sofocante, por lo que May iba secando el sudor con la toalla.
Después de internarse más, los sonidos de la selva eran tan ensordecedores que tenían que gritar para entenderse. Era como si todos los animales de la jungla estuviesen reclamando atención en vez de ocultarse para cazar. Pájaros, monos, panteras, roedores… hasta las hormigas parecían hacer ruido. Además, se notaba mucha agitación en la vegetación. La sensación de intranquilidad iba creciendo a medida que se acercaban al puente de piedra donde se divisaban una pequeña playa y algunas embarcaciones.
Desembarcaron, y rápidamente se acercó el grupo que estaba en la orilla. Eran pescadores que solían faenar río abajo, pasado el puente. Sus barcas estaban dañadas, con cortes y raspones en el casco. Decían que los cocodrilos se habían vuelto locos y se habían lanzado a por ellos, mordiendo y saltando sobre las embarcaciones. Había varias personas desaparecidas. Los pescadores formaban parte del gremio de May. En los meandros más allá del puente de piedra se podían encontrar esturiones blancos, una especie muy cotizada entre los mejores restaurantes de Palacio de los Deseos. Les contaron a May y al barquero pelirrojo que venían todos los ciclos y luego transportaban la carga río arriba. Los cocodrilos nunca se habían mostrado hostiles. De hecho, la mayoría ni siquiera sabía que había cocodrilos en la zona. La mitad del grupo había caído al agua o había salido huyendo río abajo. Los cuatro pescadores restantes estaban exhaustos en la orilla y algunas de sus barcas no lo habían contado. La mayoría estaban empapados al haber saltado a la orilla en cuanto hicieron pie.
Mientras contaban su historia, May no pudo dejar de observar que el río se estaba volviendo turbulento. El guía también lo notó, y tiró de su barca hacia la orilla.
-Es posible que sea mejor quedarse aquí hasta que la cosa se calme -dijo.
Pero las turbulencias de las aguas dieron paso a un hervor ¡El río había comenzado a hervir! Volutas de humo comenzaron a ascender y el calor aumentó drásticamente.
-¡Rápido, al zigurat! -gritó May mientras desenfundaba la pistola.
El aviso pareció coger por sorpresa a los pescadores, que se quedaron congelados. Pero el barquero sí reaccionó a tiempo saltando sobre ellos a la vez que una gran burbuja del tamaño del puente estallaba. De su interior surgió una criatura humanoide cuya parte inferior era de serpiente. Su color naranja brillante contrastaba con las sombras verdecinas de la jungla.
-¡Son nagas! ¡Corred! -dijo el barquero empujando a los pescadores. Su rápida reacción después del aviso de May les había salvado la vida, ya que una lluvia de lanzas habían cruzado el espacio que ocupaban segundos antes.
May disparó dos veces y tumbó a uno de ellos, pero al parecer se trataba de un grupo de caza. Cubrió la retirada de los pescadores, mirando con ansia al pelirrojo, cuya gorra se había caído dejando ver su brillante melena rubí. Tenía una lanza clavada en el hombro, que había rasgado su camisa de cuadros. Se la arrancó y la lanzó de vuelta, asestando un golpe mortal a un segundo naga. Entonces corrieron tras los pescadores. Las criaturas de pesadilla les persiguieron ignorando a sus compañeros caídos. Reptaban como serpientes pero mantenían el torso erguido. Una de las lanzas atravesó el pecho de otro pescador mientras corrían. May se giraba para efectuar algún disparo más, pero su revólver tenía una capacidad de seis balas, por lo que se agotó rápido. Sin embargo les compró tiempo suficiente para divisar el zigurat. Era una estructura gigantesca, hecha con una piedra escarlata brillante y cubierta de lianas y enredaderas y musgo. Estaba semi enterrado, por lo que no era necesario subir un largo tramo de escaleras para llegar a la entrada.
-¡No nos siguen! -dijo alguien.
Entonces el grupo descansó en la entrada. Los nagas habían detenido la persecución al ver que sus presas se dirigían a la pirámide. El pelirrojo se sentó junto a la enorme jamba grabada con dibujos animales. El sudor le hacía brillar la cara. La camisa rasgada ya no ocultaba su potente musculatura. Hasta el rojo de la sangre que brotaba de su herida parecía combinar bien con su cabello y con la piedra del zigurat. Por primera vez miró a los ojos a May. Tenía las pupilas cuadradas y los iris rojos. Entonces fue cuando se dio cuenta de que su barquero era algo más. Era medio kabu.