El Amiibo

La cola del gato oscilaba de izquierda a derecha. La detective Santos observaba su hipnótico balanceo contra el crepitar de la chimenea. Las llamas oscilaban también, arriba y abajo, burbujeantes.

Fuera era una noche fría y húmeda, pero en el salón del ex comisario Rodríguez los restos del coñac caldeaban el ambiente. Torres y Rodríguez jugaban al go. El ex comisario tenía una idea romántica del juego y la debilidad de las piedras blancas era tan evidente que provocaba la sonrisa de la detective mientras acariciaba las orejas del gato.

—Ha empezado a llover —dijo Rodríguez; había cometido un error fatal y trataba de desviar la atención de Torres.
—Ya veo —dijo Torres colocando una piedra negra en el punto débil de su rival—. Atari.
—No sé a qué hora piensa volver esta niña —dijo el ex comisario pasando su turno.
—Buena partida —contestó el inspector.
—Es lo que tiene vivir en este pueblo perdido —gruñó Rodríguez apurando su coñac—. Aquí todo el mundo está tan tranquilo, nunca piensan que pueda pasar nada. Los chavales hacen lo que les da la gana sin pensar en si sus padres pueden estar preocupados.
—Tranquilo comisario —dijo Santos suavemente —, ganarás la próxima vez.

Rodríguez alzó la vista y sorprendió una mirada cómplice entre sus invitados. Disimulando su fastidio se levantó para rellenar las copas.

—Aquí está —dijo Torres al oír el chirrido de la cancela y unos pasos sobre el césped. Una llave giró en una cerradura y se abrió una puerta; oyeron el chapoteo de un abrigo en un perchero.

Luego, entró. Era una chica delgada, con grandes ojeras y cara pálida.

—Mi hija, Camila —dijo el ex comisario Rodríguez presentándoles. Camila les dio la mano, besó a su padre y se sentó en la alfombra junto a la chimenea.

El gato saltó hasta su regazo, ella lo achuchó y empezó a hablar. Los tres hombres miraban con interés a esa niña que hablaba de mangas, de redes sociales y de videojuegos extraños.

—Hace veintiún años —dijo el ex comisario Rodríguez sonriendo a sus invitados—. Cuando nació tenía el pelo de punta y unos pies enormes. Miradla ahora.
—Parece que el tiempo le ha sentado bien —dijo Santos divertida.
—Me gustaría jugar alguna vez a uno de esos videojuegos —dijo el ex comisario Rodríguez—. Solo para entender de qué va la cosa.
—No durarías ni un minuto, papá —replicó la chica moviendo la cabeza. Acarició al gato y sacudió la cabeza mientras se reía por lo bajo.
—Me gustaría ver esos mundos imaginarios y héroes y torneos —dijo el ex comisario Rodríguez—. ¿Camilla, qué fue lo que empezaste a contarme el otro día, de un «amiibo» o algo por el estilo?
—Nada —contestó la chica haciendo gruñir al gato—. Es una chorrada.
—¿Un «amiibo»? —preguntó la detective Santos.
—Bueno, es un objeto que se conecta con el juego y te da extras… lo que llamaríais magia, tal vez.

Sus tres interlocutores la miraron interrogantes. Distraídamente, Camila acarició la cabeza del gato: éste se estiró y le ofreció su barriga.

—A simple vista, parece un muñeco normal —dijo la chica mostrando algo que sacó del bolsillo.

La detective Santos se acercó, curiosa. Era una figurita con peana que representaba un monito haciendo cabriolas sobre una pata.

—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el ex comisario Rodríguez quitándoselo a su hija de las manos, para mirarlo.
—Un hacker lo ha reprogramado —contestó su hija sujetando al gato—. Un tipo muy friki… Quería demostrar que los videojuegos son parte de la realidad y que todo lo que haces en un videojuego tiene consecuencias. Le dio este poder: Tres personas pueden pedirle tres deseos en tres videojuegos diferentes.
—¿Y ya has pedido tus deseos? —preguntó el inspector Torres.

Camila le miró ansiosa.

—Aún tengo que descubrir en qué videojuego pueden pedirse… ya lo han usado dos veces —dijo, y su palidez se acentuó.
—¿Y se cumplieron los deseos? —preguntó la detective Santos.
—Eso parece —dijo Camila.
—¿Y sabes quiénes lo han usado ya? —insistió la detective.
—Sí… Laura y su novio. No sé qué pidieron, pero él tuvo un accidente poco después y rompieron… así que Laura me lo regaló.

Terminó la frase casi en un susurro. El gato se soltó y trató de alcanzar la figurita del mono que el ex comisario giraba entre los dedos.

—Bonito regalo… —dijo Rodriguez preocupado—. ¿Estás segura de querer quedártelo?
—La verdad, papá, he pensado en venderlo. Estuve mirando en Amazon y los «amiibos» están súper cotizados. Pero creo que no lo haré. Ya ha causado suficientes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Los «amiibos» hackeados no puedes garantizar que funcionen. Varios compradores me escribieron interesados pero querían probarlo antes de hacer el pago.
—¿Y si a Laura le concedieran dos deseos más —preguntó el ex comisario—, no los pediría? Podría reconciliarse con su novio.
—No sé —contestó Camila—. Creo que no quiere volver a verle en la vida.

El gato consiguió darle un zarpazo a la figurita, que salió disparada y acabó en el fuego. Camila la rescató con un grito.

—Mejor que se queme —dijo el ex comisario Rodríguez—. Así por lo menos no te quedarás enganchada al ordenador todas las noches hasta las tantas. Nada bueno puede salir de ahí.
—No seas carca, papá —respondió Camila limpiando de ceniza el monito—. Hay gente que gana mucho dinero jugando a los videojuegos. Podría pedirle al «amiibo» que desbloquee gratis algún objeto raro y revenderlo, o conseguir un hack indetectable que haga que gane torneos.
—Santos, ¿tú entiendes algo de lo que dice? —preguntó el ex comisario.
—Algo —respondió la aludida con un guiño—. Camila, ¿sabes cómo se piden los deseos?
—Hay que conectar el «amiibo» al ordenador, y te sale una página web con un acertijo. Si lo resuelves, te dice cual es el siguiente juego donde puedes pedir tus deseos. Pero me han dicho que cuando entras en la web del acertijo, si no lo aciertas, te peta el ordenador.
—¿Te peta el ordenador? —preguntó Santos.
—Sí, totalmente. Laura me contó que la primera vez que lo intentaron y fallaron, tuvieron que comprar un ordenador nuevo porque el suyo quedó irrecuperable. Hubo una subida de tensión eléctrica y se quemó la placa.
—Parece más ciber terrorismo que hacking —dijo Santos—. Si estás decidida a probarlo, tendremos que tomar algunas precauciones. Vamos a echarle un vistazo a tu ordenador.

Camila se guardó el «amiibo» en el bolsillo. Invitó a la detective a acompañarla hasta su habitación. Torres y Rodríguez dejaron las copas vacías y fueron detrás.

—Me alegro de que Santos haya tomado la iniciativa de echarle un vistazo al cacharro ese —comentó el ex comisario al inspector en voz queda, mientras subían las escaleras que llevaban a los dormitorios—. He sacado el tema precisamente por eso.
—¿Hay algo que te preocupe?
—Ese chico, el que tuvo un accidente… no sé qué le pasó con la amiga de Camila, pero todo lo relativo al accidente fue muy raro. De hecho, sigue ingresado en estado reservado. No saben si saldrá del coma.
—¿Y eso cuándo pasó?
—Hace una semana. Desde entonces Camila apenas duerme y lleva esa cosa siempre encima, como si temiese algo. He insistido en que lo tire, pero se niega.
—Sin duda —dijo Torres, con fingido horror—, resolverá el enigma de la web y será feliz, rica y famosa. Para empezar, pedirá un padre amante de los videojuegos, para no tener que jugar por las noches a escondidas.

Una sombra negra se les coló entre las piernas y entró en la habitación antes que ellos. Era el gato. Se oyó un grito. Torres y el ex comisario se precipitaron hacia la oscuridad.

—Llegáis a tiempo para pedir un deseo —murmuró Santos, saludándoles sin apartar la vista del ordenador cuántico. Camila colgaba en mitad de la habitación con el casco de realidad virtual echando chispas.

Autora:
Meri Palas