Asuntos Familiares
Tabaco, cenizas y un atardecer en Australia
A la altura de Noona, la A32 divide en dos la tierra roja de Nueva Gales del Sur con precisión quirúrgica. Un motero solitario recorre la Barrier Highway devorando las líneas blancas intermitentes que marcan el eje de la carretera. Hay que tener humor para llamar autopista a esta miserable vía de dos carriles, piensa el inspector Torres. Lleva treinta kilómetros sin desviar ni un grado el manillar y empiezan a dormírsele los brazos. También lleva ciento treinta y cuatro kilómetros sin fumar y quedan dos horas para el atardecer.
La chopper gira cuarenta y cinco grados para seguir una nueva línea gris que se pierde en un nuevo horizonte de arena roja, matorrales verdes y cielo azul. Quince kilómetros después, el rojo se vuelve un poco más oscuro y el inspector Torres frena en seco para no pasarse el desvío. No hay nada que indique un cruce ni el inicio de una carretera secundaria, salvo un montón de tierra aplastada por rodadas de todoterreno que giran a la izquierda… y sus recuerdos.
Este maldito lugar no ha cambiado nada en diez años, piensa Torres. Le quedan un Ducados y cincuenta kilómetros hasta la siguiente gasolinera en algún lugar llamado Bulla Park Rest Area. Lo que ni siquiera es una garantía de máquina expendedora de tabaco en Australia. Así que disfruta su último cigarrillo antes de coger el desvío. El GPS le confirma que su destino está a once kilómetros y sesenta metros al norte en línea recta, recorriendo un camino de tierra que le aleja definitivamente de cualquier posibilidad extra de tabaco negro antes del anochecer.
También hacía diez años se había quedado sin tabaco en aquella carretera. Su hermano había dado el coñazo del siglo para que se dieran prisa, así que se había tenido que joder y ver aquel atardecer sin poder fumarse un cigarro. A Maroto tampoco le había parecido la gran cosa. Eran tres. Maroto y él acababan de salir de la academia y llevaban no sé cuántas borracheras con el rollo de Australia y la gran escapada de su vida. Al final, arrastraron a su hermano en su viejo sueño universitario. Habían comprado tres viejas «trail» en el Bikesales de la avenida Elisabeth del centro de Melbourne. Luego se habían fundido el botín de la reventa en bourbon y borrego asado con menta. Era raro volver solo. Claro que llegar a Australia en la segunda mitad del siglo no era tan fácil como hacía diez años.
Y allí estaba de nuevo aquel camino de tierra roja, Budda Road, que durante cinco kilómetros se adentraba en línea recta hacia la nada. Más allá de la nada, siete casas desperdigadas a los pies de una colina. Y en lo alto, ignorando la estepa desértica de mulga y spinifex, un bosque de ecaliptos como un pulmón verde, inexplicable y moribundo.
El inspector Torres aparcó la moto en el mismo claro del bosque donde habían acampado aquella vez. Montó el minúsculo iglú de campaña y localizó el viejo árbol hueco que les había servido de almacén. Metió la mano en el agujero y tanteó. Allí estaba, la vieja lata metálica del ejército que su hermano se había olvidado hacía diez años. Justo a tiempo. El cielo empezaba a enrojecer. Cargado con las cenizas de su hermano, caminó hasta el borde de la colina. ¿Qué coño guardaría allí? Dejó la urna en el suelo y abrió la caja.
Maldito cabrón, pensó Torres mientras se encendía un Ducados arrugado. Era el puto mejor atardecer de toda la jodida Australia.
Siete cocinas, catorce cadáveres y trece dedos
Había sangre por todas partes. Manchas en el suelo, salpicaduras en las paredes y marcas de manos en los muebles. Desde el fregadero, la sangre fluía en líneas rectas hasta el gres y allí se distribuía por toda la cocina pintando de rojo los cuadrados del pavimento. No era la primera vez que el inspector Torres veía aquella escena.
—¿Desangrados? —preguntó a la forense.
—Tenemos una variante: a ella la estrangularon antes de degollarla —respondió Parisio.
—Tenía prisa… —comentó el inspector mirando la ventana rota.
—Seguramente, solo falta un dedo —añadió la forense.
Torres asintió y se fijó en la mano de la mujer: el anular derecho seguía en su sitio. Era la primera vez que algo de la escena cambiaba. Lo demás era como en los otros siete casos: dos cadáveres degollados como conejos en el suelo de una cocina blanca.
El hombre boca abajo, con un corte en la garganta de izquierda a derecha. La mujer boca arriba, con los ojos abiertos y el mismo tajo. Colocados en la misma posición forzada en la que habían encontrado a sus padres, como si alguien los hubiese arrastrado después de matarlos para rebuscar en las alacenas.
Porque eso era exactamente lo que había pasado la primera vez: los padres de Torres solían guardar un tarro con calderilla en la cocina para pagar las entregas a domicilio, y el asesino había movido los cadáveres mientras lo buscaba. Un niñato demasiado colocado les había despachado para conseguir algo de pasta, sin olvidarse de las alianzas. Claro que el inspector Torres ya se había ocupado del asesino de sus padres en su momento.
—Lo que no entiendo es porqué cojones les arranca los dedos —dijo el agente Ramírez.
—¿Has intentado alguna vez sacarle un anillo a un muerto, novato? —contestó Torres.
—No me jodas… ¿y tu hermano cómo lo hizo?—preguntó el agente.
—Igual —respondió el inspector mientras abría los armarios de la cocina buscando un bote de calderilla. Bingo. Tercer armario a la derecha. Una huella parcial de sangre en la tapa medio abierta—. Ramírez, despierta al juez de guardia. Necesitamos una orden. Todas las cámaras de la urbanización. Vamos a coger a este cabrón.
Epílogo
—Venga, Diego. Pensé que al menos tú lo entenderías.
—Para ti es inspector Torres, basura.
—Lo que tú quieras, colega.
—Tú no eres mi colega, yonqui de mierda.
Cambio de tono:
—Vamos a empezar otra vez.
—Vale, tío, lo que tú digas. Pero ya te lo he contado todo. Era la pasma o la banda del Tuerto. Y, como comprenderás…
—Lo único que comprendo es que el Tuerto lleva tres años bajo tierra y los que quedan son unos mataos. ¿O es que ahora te dan miedo los fantasmas, Pelu?
El Pelu torció la sonrisa. Mirada turbia. Dedos rígidos al borde del abismo del mono. Cercos de sudor en la camiseta de Iron Maiden.
—No tienes ni pajolera idea, tío.
—Pues explícamelo bien clarito, con buena letra, para que el juez lo entienda —dijo el inspector, señalando la grabadora.
—Vale, vale. Dale al cacharro ese y acabemos de una vez. La idea se me ocurrió cuando lo de tu hermano.
—Más detalles.
—Después de… lo de Rascafría, tu hermano estuvo en mi casa. Ya sabes… cuando llegó estaba tan colocado que me lo contó todo, hasta el mínimo detalle. Fue una de esas semanas de enganchaera buena.
—No me refería a ese tipo de detalles. Concreta.
—Lo que tú digas, tío. La cosa es que pasó lo que pasó, y el tema se olvidó. Pero hace unos meses, tuvimos un buen susto. Los chicos y yo debíamos mucha pasta a la banda del Tuerto, y se nos acababa el tiempo. No sé porqué, me acordé de lo de tu hermano, y tuve una revelación. Joder, la que había liado por diez gramos de oro y un tarro de calderilla. Un puto desastre. Pero precisamente por eso, la idea podía funcionar.
—Concreta.
—Hablé con un colega que se sacaba lo suyo duplicando tarjetas en cajeros. Negociamos. Quería el treinta por ciento, una ganga.
—Así que el objetivo eran las tarjetas de las víctimas.
—Bueno, las tarjetas eran un buen pico, pero de donde sacábamos tajada de verdad era de los ordenadores.
—Detalles.
—Hibernet es una trampa para ratas. Al final, todo pasa por unos pocos servidores centralizados, y BankPlus tiene una seguridad de mierda.
—¿Quién diseñó el virus?
—Tu hermano.
—¿Cuándo?
—No sé, tío. Ya te lo he dicho. Mi casa parecía su zulo de hacker. Ya sabes como era, siempre estaba tecleando su código ese de mierda. Él quería acceso a las cuentas bancarias de los ricos para suscripciones al metaverso. Ya sabes cómo funciona eso, solo puedes suscribirte si tienes una cuenta en BankPlus. Estaba enganchadísimo.
—¿Y los asesinatos?
—Venga, Diego. Piénsalo, tío, es una jodida genialidad. ¿Quién iba a ponerse a revisar los ordenadores cuando había un asesino en serie suelto?