Muerte de una Geisha
Preludio: El Camerino
La pupila de la señora Xiang le observaba desde el otro lado del espejo. Una línea negra surcaba la asimetría perfecta de su ojo izquierdo. Olía a carbón húmedo y azafrán. Una gota de sudor resbalaba por el breve fragmento de piel que el maquillaje blanco dejaba al descubierto. Tuvo que contenerse para no tocarla.
Claro que si el inspector Torres no era de habitual objetivo cuando se trataba de la señora Xiang, mucho menos podía serlo aquel domingo por la tarde tras una noche de guardia. El cansancio teñía el camerino de irrealidad.
–Prepararé un poco de té.
La geisha dejó el pincel de ojos en el tocador y se levantó suavemente. La envolvía un kimono verde con bordados blancos. Garzas levantando el vuelo. Su pelo formaba un nido prieto en torno a un alfiler plateado. Perlas caían como gotas.
Al fondo del camerino había una mesita baja de madera. Se sentaron frente a frente. La señora Xiang preparó un té espumoso en un cuenco de barro. Torres sorbió. Era un líquido espeso que sabía a hierba húmeda y amarga. Ella bebía lentamente desde el borde de sus pupilas, densas como ciénagas. Torres alargó el brazo. La geisha abrió los labios y una gota de té se derramó oscureciendo el kimono.
Sentada sobre las rodillas, la cara oculta tras polvos de arroz, parecía más que nunca una muñeca de porcelana. Torres tiró del alfiler y el pelo cayó como la noche sobre las garzas del kimono. Guió la punta de plata por el perfil de su frente, donde el cabello nacía en ondas, y continuó dibujando su rostro por detrás de la oreja hasta la barbilla, donde la geisha lo aferró con sus dientes.
La señora Xiang se dejó caer arrastrando el kimono como algas por el camerino. Torres cayó también, abriéndose paso a través de la tela hasta la piel palpitante de la geisha. Aferró su pie izquierdo y la atrajo hacia él. Las garzas blancas se esparcieron sobre el suelo, y Torres se sumergió en la oscuridad de aquel pantano tenebroso.
–Di mi nombre, inspector.
–Yumiko… –Gimió él, naufragando entre las sombras.
La Danza de la Señora Xiang
La pierna derecha de la señora Xiang se balanceaba sobre el taburete azul. El inspector Torres observaba su danza silenciosa mientras el chop chop de la sangre golpeaba la gruesa alfombra. De un solo vistazo, Torres supo que:
1. El ángulo de balanceo impedía que las gotas impactaran sobre el raso del escabel,
2. La cadencia estaba a punto de verse interrumpida,
3. El viento helado que entraba por la ventana abierta sería el culpable.
Bajo el jarrón chino del que surgía un único crisantemo blanco, la señora Xiang había dejado unas palabras de disculpa para la dirección del hotel junto a varios billetes de quinientos euros para la limpieza del tapiz. La señora Xiang tenía en muy alta estima los bienes ajenos debido a su educación estrictamente japonesa. El verdadero nombre de la señora Xiang era Iwasaki o tal vez Nakamura. Aunque también podía haber sido Koyama, según constaba en la base de datos del PERPOL. No llevaba ni cuatro horas desaparecida cuando la encontraron. Había salido de su camerino en el Teatro Lara poco antes del inicio de la última función. Vestida con su elegante kimono índigo de dos tan, había subido a un taxi y regresado a la Royal Suite del Hotel Ritz.
El pelo de la señora Xiang caía como un velo negro sobre su oscilante desnudez. El delicado kimono había sido primorosamente colocado en un extraño maniquí que presidía el salón de la suite. Junto al armazón habían situado un gigantesco tocador abarrotado de horquillas, tarros de crema y maquillaje.
–Siempre pensé que las geishas usaban peluca –comentó el agente judicial.
–Ya ves –dijo el inspector absorto en el hipnótico balanceo. Entonces sucedió:
1. La ventana se cerró,
2. Las gotas mancharon el raso azul,
3. Torres vio la horrible hinchazón que deformaba el tobillo derecho de la señora Xiang.
–Vaya espectáculo –dijo el agente judicial apartando el taburete–. Que me aspen si logro entender qué pudo llevar a una mujer así a colgarse de una lámpara del Ritz y abrirse la garganta.
–A saber… –dijo Torres con indiferencia mientras un agente de paisano recogía un cuchillo ensangrentado como prueba.
–Inspector –interrumpió el novato–, ya están aquí los de la Científica.
El inspector Torres asintió y, tras los saludos de rigor, abandonó la Royal Suite sin más ceremonia. Hacía cuatro horas que no se fumaba un cigarro. En la puerta del Ritz saludó a los «monos» y se encendió un Ducados.
Mientras aspiraba el primer chute de nicotina, calculó que a los de criminalística no les llevaría ni diez minutos cerrar el caso. El humo del tabaco negro ascendía hacia la noche con su baile silencioso. Lo peor, pensó, era que nadie vería nunca más la verdadera danza de la señora Xiang.
Epílogo: El Callejón
Apoyado en la esquina del callejón al que daba la salida trasera del hotel, Torres veía girar las luces azules de los coches patrulla. Todas las noches de servicio saben igual, pensó. A demasiados Ducados, a cuero sucio, a soledad. O eso le gustaría. Pero no. La puerta de emergencia chirrió, y la sombra alargada de la forense le saludó con voz cansada.
–¿Te queda alguno?
–Claro. –Torres le pasó su cigarro.
–¿Qué haces tú aquí? –preguntó Parisio robándole a la colilla un par de caladas.
–Estaba de guardia.
–Y una mierda, Torres. ¿No era tu noche libre para ir al estreno?
–Ya no.
–¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella?
El inspector Torres sacó el móvil de la chupa y miró el reloj.
–Hace seis horas y tres minutos.
–¿La encontraste tú?
–Más o menos. Me llamó la histérica de la directora cuando quedaban quince minutos para levantar el telón y no la encontraban por ningún sitio.
–¿Y qué más?
–Nada. Llamé al hotel y me dijeron que había vuelto.
–Este caso es una mierda.
–¿Viste el moratón?
–Como para no verlo. Tenía el deltoides destrozado y la tibia fracturada.
–El botones dijo que le pareció que cojeaba cuando le abrió la puerta del taxi.
–Torres, ni siquiera debería poder mantenerse en pie. Es un milagro que pudiese caminar…
–¿Cuántas horas crees que han pasado desde que se lo hizo?
–¿Horas? –La risa cristalina de la forense se quebró en la oscuridad.– A veces se me olvida que eres de carne y hueso, inspector.
–Primero un cigarro y ahora esto. ¿Estás intentando ligar conmigo, doctora?
–¿Debería? –susurró Parisio acercándose suavemente.
El hombre podía sentir el olor del tabaco negro escapando entre los labios entreabiertos de la mujer. Era un callejón cualquiera de una ciudad cualquiera. El humo blanco ascendía hacia la noche acariciando las sombras y a nadie le importaba lo que sucedía en aquel callejón. Madrid era una ciudad ciega donde el tiempo se consumía en lugares como aquel, aceras de paso, paredes de ladrillo humedecidas por la soledad y las meadas de los borrachos. Una ciudad que sobrevivía a la catástrofe ignorando los cadáveres de los refugiados que se pudrían en las gigantescas exclusas del Manzanares, mientras la fiesta seguía en las ecoesferas que flotaban neumáticas, desafiando las inundaciones con su lujo obsceno.
Y si hubiera sido una noche cualquiera, tal vez los ojos verdes de Diego Torres se hubiesen cerrado sobre Elena Parisio arrastrándola entre la sombras. Pero, cinco pisos más arriba, el cadáver de una geisha se balanceaba sobre sus cabezas. Una mujer que había muerto por su ineptitud. Y la oscuridad estrangulaba su garganta como si fuese él quien se hubiese colgado en aquella habitación. Si tan solo se hubiese dado cuenta un poco antes, tal vez…
–No podías hacer nada, Diego. Esa mujer no hubiese podido volver a bailar jamás –dijo la forense, aplastando con el cigarro las sombras de la pared.