Casino

Un hombre, en Montecarlo, va al casino,
gana un millón, vuelve a casa, se suicida.
RICARDO PIGLIA
El argumento de Chéjov

Preludio: El restaurante

—Hacía tiempo que no probaba un Chianti tan bien equilibrado, creo que maridará maravillosamente con el tiramisú. Pide otra botella.
—Mejor no.
—No seas tacaño. ¿A qué hora sale tu avión?
—A las cinco y media.
—Entonces tienes que probarlo. El tiramisú de este italiano es delicioso. Cuando vuelvas, podremos ir a restaurantes mucho más caros. El otro día me dijo Alexa que en la Sexta Avenida han abierto una nueva gnocchería que está de infarto.
—¿Tendré que llevar chaqueta y pantalón?
—Para nada, es un sitio pequeño y encantador sin dress code. ¿Te imaginas? Es increíble lo que ha cambiado Nueva York.
—Todas las ciudades cambian.
—¿Sabes que el musical de El Rey León sigue en cartelera? Esta mañana entré en su página oficial y me llevé una sorpresa increíble.
—Lo que es increíble es que lleven tantos años haciendo lo mismo.
—¡Quedaban dos entradas para la sesión del sábado a las ocho! Quería darte una sorpresa, pero estoy tan emocionada. No puedo esperar a pasear por Broadway de nuevo… contigo.
—Me encanta verte tan feliz.
—¿Tú no eres feliz?
—Sí, mucho. Cuando sonríes así siento como si fuese veinte años más joven.
—Vas a tener mucha suerte, ya lo verás. Y vamos a ser muy felices. Nueva York es una ciudad maravillosa. Podremos hacer lo que queramos.
—Iremos a todos los restaurantes de Little Italy y probaremos todos los tiramisús.
—¿Me lo prometes?
—Claro.
—¿Y a las Vegas? Siempre he soñado con una de esas bodas temáticas. Me encantaría casarme vestida de japonesa o algo así, exótico. Con un delicado kimono rojo y horquillas doradas en el pelo.
—Bueno, si eso es lo que quieres, iremos a Las Vegas. Pero nada de casinos.
—¿De verdad? ¿De verdad vas a dejarla por mí?

Daños Colaterales

Cuando llegó al número 52 de la calle Maestro, el inspector Torres ya sabía que los vecinos habían oído dos detonaciones. A excepción de la señora García, del cuarto B, convencida de que aquello no era más que otra pelea conyugal de los del quinto, con el volcado de muebles habitual. Sin embargo, la escena del crimen no respaldaba esa teoría. Tras cruzar el cordón policial, el inspector Torres se encontró con un salón Ikea-clase-media-estándar bastante ordenado y limpio, salvo tal vez por la sangre.

—¿Una mala noche, Torres? —saludó la forense.
—No me jodas, Parisio. Vaya racha llevamos.
—Pues con este nos ha tocado el gordo.
—Menuda suerte, otro desgraciado que se vuela los sesos —respondió asqueado, mientras recorría el salón con la mirada.

El cadáver del hombre estaba sentado frente al televisor, en uno de los sillones grises a juego con el sofá. La bala había entrado por el paladar y atravesado el parietal, desparramando la masa encefálica por toda la pared y parte del techo. Había un cuadrado blanco donde antes colgaba una reproducción de la Gran Manzana en blanco y negro, que los de la científica habían bajado para rescatar algunos restos sanguinolentos para el archivo de pruebas.

Al otro lado del salón, sobre la mesa cuadrada que hacía las veces de comedor, había un reluciente maletín de piel negra. En el suelo, una gastada maleta de mano azul. Una etiqueta de salida del aeropuerto de Niza colgaba del asa desgarrada. Torres analizó el oscuro charco que cubría el suelo, manchando la maleta. Aquella sangre espesa llevaba seca el tiempo suficiente para que la culpa hubiese hecho bien su trabajo.

—¿Y éso? —preguntó el inspector señalando el maletín con la cabeza.
—Ramírez ya ha terminado con las huellas, todo tuyo —respondió Parisio.

Junto al maletín había una tarjeta de embarque de Iberia destino Nueva York para esa misma noche. El portafolios olía a piel recién encerada y todavía tenía las llaves del cierre de seguridad anilladas al precinto. Dentro había veinte fajos de cien billetes de quinientos euros y una ficha negra de casino. El inspector cogió la ficha y la sopesó en la palma de la mano.

—¿Será auténtica? —preguntó sujetándola en alto para que la forense pudiese verla.
—Seguramente. El portero nos contó que el tipo volvió ayer de viaje y le faltó tiempo para soltarle a todo el vecindario que había ganado un millón en Montecarlo.
—La típica mierda. No hay como ganarle a la banca para acabar con el cerebro reventado.
—Estos son todos iguales —respondió Parisio encogiéndose de hombros—, cuando se dan cuenta de lo bajo que han caído ya no pueden parar.
—Menuda basura. En fin, ¿os queda mucho?
—Ya casi estamos, inspector. No creo que el resto nos lleve ni media hora.
—Pues bajo a fumarme un cigarro.
—Sin problema. Y tómate un café o algo, a ver si te cambia la cara.

Cuando el inspector Torres salió del portal, saludó a los «monos» y se encendió un Ducados. Se fumó el pitillo con calma, tratando de contener la ira que amenazaba con estrangularle los dedos. El humo del tabaco negro ascendía hacia el cielo contaminado de Madrid en jirones silenciosos. Al final, todos los cabrones tienen suerte, masculló mientras aplastaba la colilla del cigarro contra el suelo.

Epílogo: La Partida

Aunque ninguno de los cuatro jugadores fumaba, un humo denso llenaba la sala. La mujer con gafas barajó las cartas. El hombre rubio puso la ciega pequeña y la mujer pelirroja, la grande. Después había una silla vacía, un cenicero, un vaso de bourbon con hielo, un Ducados a medio consumir. El cuarto jugador se atusó el bigote mientras esperaban.

–Ya vuelves a ser tú, Torres –dijo el hombre rubio cuando el inspector abrió la puerta–. Vaya careto traías. Todo este asunto de Gonzalo te está afectando demasiado, tío.
–A tu hermano se le fue la olla, pero bien. Lo de Eva no tiene nombre.
–No eres el único que ha perdido a una amiga –dijo la mujer pelirroja, y se permitió darle una calada al Ducados del cenicero antes de que se apagase.

El inspector Torres se sentó en la silla vacía, apuró el bourbon, y la mujer con gafas repartió las cartas. Cuando las suyas llegaron, Torres puso una ficha blanca en la mesa sin mirarlas.

–Subo –dijo el hombre del bigote, y una ficha negra se sumó al centro. Pero la magia se había roto.
–Voy a por un poco de hielo –dijo el hombre rubio levantándose.

Los demás le imitaron, desperezándose. Las últimas clases habían terminado hacía más de dos horas, y empezaban a notar el cansancio acumulado de toda la semana.

–¿Quién tiene hambre? –preguntó la mujer con gafas agitando un folleto del Pizza Lucca.
–Buena idea, me apunto –respondió la mujer pelirroja.
–Pide la Barbacoa gigante y dos kilos de tiramisú –dijo el hombre del bigote.
–Como en los viejos tiempos –comentó el inspector Torres–. Lo que ha cambiado este antro. Quién iba a decir que acabaríais montando una escuela.
–Lástima que Gonzalo siguiera enganchado a la ruleta. Hubiese sido un buen profesor –dijo el hombre rubio. Y, luego, echando un par de cubitos de hielo al vaso de Torres, añadió–. Muy típico suyo eso de montárselo por su cuenta y dejarnos tirados.
–Al menos, nos llevamos un millón.
–Después de impuestos.
–Y no va a ser poco pellizco el que se va a llevar Hacienda.
–La sangría habitual de los herederos colaterales.
–No es por joder, pero… ¿sabíais que Gonzalo tenía una amante? Como esté preñada os quedáis sin nada –dijo el inspector Torres, rematando la noche.

Autora:
Meri Palas