El Ladrón de Niños

Preludio: El Baño

—Disculpe, ¿queda papel ahí?
—¿Cómo dice? Ah, no. Creo que nunca he visto un rollo de papel en estos baños.
—Vaya faena…
—Le puedo dejar un clínex, si quiere.
—Oh, gracias. Se lo agradezco.
—No es nada, querida. Para eso estamos. Se lo paso por abajo.
—Fíjese que estuve por no entrar, con lo de la niña… Este lugar me da escalofríos.
—¿La niña? Ah, ahora caigo. Pero no se sabe si llegó a entrar, ¿no?
—¿Usted cree?
—No tengo idea, pero por lo que he leído encontraron un pedazo del vestido en la parte de atrás.
—¡Qué horror! Pobrecita…
—Esta zona del parque es que está muy abandonada últimamente. No sé qué clase de madre dejaría a su hija venir sola a esta cochambre.
—Pues sí, tiene usted razón. Fíjese, a mí me dio mucho reparo entrar.
—Claro, no me extraña.
—Si no me llego a poner con la regla…
—Ah, pues vaya suerte, querida. Yo es que con la edad ya no puedo aguantar mucho.
—Oh, ¿entonces eso pasa de verdad?
—Ya lo creo que si pasa. No se acaba de librar una de la regla y ya está con pérdidas de orina. Es una lata.
—Pero, ¿cuántos años tiene usted? Disculpe, es que no tiene para nada voz de anciana.
—Es usted muy amable, pero acabo de cumplir ochenta y uno el mes pasado.
—¡Increíble! ¿Y viene sola al parque?
—Llevo veinte años viniendo a este parque, querida. Y no voy a dejar de hacerlo solo por ser un año más vieja. ¡Ja! Lo que sí es una pena es cómo tienen esto de descuidado. Cuando llegué a Kyoto para casarme, las cosas eran bien distintas.
—Oh, ¿no es usted japonesa? Claro, por eso tenía clínex, ya me parecía raro. Yo llevo en Japón solo unos meses, por trabajo. Aún no me acostumbro a estos baños con un agujero y sin papel.
—Te acostumbrarás, a todo se acostumbra una. Bueno, a todo no. Estos japoneses no tienen sentido del peligro, te lo digo yo.
—¿Lo dice por lo de la niña?
—Claro, ¿no te parece increíble que una niña pequeña desaparezca así, sin más, en mitad de un parque?
—Ha sido terrible. sí. Todo el barrio está asustado. Fíjese que no hace ni dos semanas que me mudé aquí, y el pastelero ya me ha puesto al día.
—¡Ese hombre es un bendito! Y muy cotilla también. Claro que como el colegio está cerca, conoce a todos los niños. Desde que pasó lo que pasó, no hay día en que no le vea en la puerta vigilando cuando pasan por el parque.
—Pero, ¿cree usted que los niños están en peligro?
—Bueno, no me extrañaría nada, querida. No es la primera niña que desaparece en este parque…
—¡Y usted viniendo sola!
—Ah, no te preocupes. ¿Quién querría a una anciana como yo?
—Pues cualquier perturbado, no tiene usted idea de las cosas que pasan en el mundo.
—Tal vez… puede que haya perdido yo también algo del sentido de peligro después de tantos años.
—Sí, debería usted tener más cuidado. El mundo está muy loco. No se crea que por ser una anciana no la vamos a secuestrar. Seguro que tiene todavía algún órgano sano. Hágame un favor y deje de venir al parque durante un tiempo.
—¿Cómo dices? No sé si te he entendido bien.
—Me ha entendido perfectamente.
—Así que eso fue lo que pasó…
—Sí, eso fue.
—¿Y porqué me lo cuentas?
—Porque estoy con la regla y ha sido usted amable conmigo.
—Tienes razón, querida. El mundo está loco.

El Té

La señora Xiang calentó agua y preparó otra tetera. En el silencio de la casa de té, las palmas de las kentias se mecían bajo la suave brisa de otoño. Más allá de la tranquilidad de los tatami, llovía. Y un poco más allá, los periódicos de Kyoto comentaban los detalles de la última desaparición. Era una lluvia densa que giraba en las alcantarillas provocando remolinos de suciedad. El número de víctimas ascendía ya a tres y oficialmente pasaba a ser una serie.

“El flautista de Gonza”, “el ladrón de niños” o “el pederasta japonés”, fueron algunos de los nombres por los que más adelante se conoció aquel caso. En la televisión contaron que un detective español había volado en avión hasta Japón para ayudar con las investigaciones a petición de la Fundación Génesis. Por entonces, todavía no había aparecido ningún cadáver. Más adelante, el dolor de Kyoto rebosaría desde los santuarios Shinto inundando toda la ciudad. Millones de oraciones de papel susurrarían sus letanías entre los pétalos de las flores de cerezo arrastradas por el viento.

Bajo la ventana, donde el repiqueteo de la lluvia en el estanque del jardín interior le ayudaba a concentrarse, el inspector Torres revisaba una y otra vez los informes policiales. Junto a su cuenco de té vacío había un mechero y una cajetilla de Ducados sin abrir. Su chupa colgaba del perchero de bambú. Allí no necesitaba enseñar su placa. La carpeta con la copia del expediente desplegaba su contenido de fotos y notas sobre el tatami:

El primer niño llevaba gafas y fue visto por última vez volando su cometa en los alrededores del estanque del parque de Gonza. Aquel marzo había sido especialmente ventoso en Kabukicho y las ventas de cometas se dispararon. El niño se tropezó, se hizo una herida en la rodilla, ató la cometa a un banco y, de camino al botiquín del parque, se desvaneció. Había un rastro de minúsculas gotas de sangre que desaparecía pocos metros antes del puesto de socorro. La cometa había volado.

La segunda niña llevaba un vestido rosa y estaba jugando al escondite con sus amigas cuando tuvo “pis”. Mismo parque. Aseos públicos a escasos metros del botiquín. Si entró al baño, nadie la vio salir. Encontraron un trozo del vestido enredado en los matorrales de detrás. Y también: una manta, ropa raída, varias latas de coca-cola vacías, un cuchillo roñoso, ratas… varios mendigos dormían allí. Ni una huella de la niña.

La tercera niña fue vista subiendo a un coche azul después de recoger dos hamburguesas en el puesto del parque. El pedido se había hecho por internet desde una cuenta falsa. Los que vieron la escena, aseguran que el conductor era un hombre. La señora Xiang nunca pudo explicar en qué momento se alejó de su lado ni cómo había contactado con ella un desconocido. Solo quedó el libro que estaba leyendo sobre el banco.

Por eso, la señora Xiang se acercó en silencio, rellenó el cuenco del inspector Torres, encendió la lámpara de papel y arregló el crisantemo blanco que emergía de un jarrón en el tokonoma. Todo lo que le quedaba eran preguntas y té.

Epílogo: El Sótano

No había ni una gota de sangre, ni una huella, nada. Era la primera vez que el inspector Torres se encontraba con un escenario del crimen tan limpio. Hasta la luz que entraba por el ventanuco dejaba un rastro pulcro y ordenado en la estantería de los tarros vacíos. Los tarros llenos estaban en otra sala. Y, cuando Torres llegó, los de la criminalística de Kyoto acababan de encontrar la tercera habitación.

La primera sala podía haber pasado por el típico quirófano clandestino, salvo por el tanque de metacrilato. Era un cubículo transparente de metro y medio de largo por uno de alto donde podía sumergirse fácilmente un niño entero. Torres pensó que era una buena forma de deshacerse de los cadáveres, una vez extraídos los órganos.

Además de la camilla y el habitual cuchilleo quirúrgico, había un sofisticado equipo de extracción de sangre con capacidad para rellenar simultáneamente tres bolsas de cuatrocientos cincuenta mililitros.

–Así que el tráfico de órganos es tan lucrativo aquí como en el resto del mundo.
–Desgraciadamente –dijo el teniente Yamato–. Aunque la sanidad japonesa es una de las mejores, el trasplante de órganos es un tema complejo; especialmente en el caso de menores.

Habían descubierto aquel lugar por una casualidad.

Veinticuatro horas antes, el director del Hospital Takeda contactó discretamente con la policía para que localizasen a su cirujano jefe. Tenía programada una importante operación. Por fin había aparecido un donante para el páncreas de la hija menor del Secretario Jefe del Gabinete. El prestigio del hospital estaba en las manos de un médico que llevaba dos días sin pisar su despacho.

Y allí estaban, en el sótano de la casa tradicional japonesa donde había vivido el doctor Kishitani. Su cadáver estaba sentado ahí mismo, delante de sus narices, como si revisase por última vez la lista de entregas clandestinas en su agenda digital.

–Debe llevar unas cuarenta y ocho horas muerto –dijo el forense japonés firmando el informe–. Una muerte limpia: infarto cerebral.

–Ya podéis llevároslo. Inspector Torres, sigamos con lo nuestro.

En la segunda sala hacía frío. Una mesa, la misma meticulosidad en los estantes, y dos congeladores industriales al fondo. El de la derecha contenía treinta bolsas de sangre cuidadosamente etiquetadas. El de la izquierda, cuatro riñones, dos hígados y un páncreas malogrado.

–¿Pruebas previas? –preguntó Yamato.
–¿Coleccionismo? –aventuró Torres.

Sin duda era una extensa colección. Diez años de corazones, intestinos, fetos y ratones, conservados en diferentes tipos de resinas y siliconas líquidas, a juzgar por las etiquetas. Pero había más. En la pared de la derecha, la mesa que los fotógrafos forenses no dejaban de fotografiar era el premio gordo.

–Plastinación –dijo el teniente Yamato.
–Así que para eso era el tanque…

Con todo, nada había preparado a Torres para la tercera habitación.

Allí, todo parecía sacado de una de esas series de dibujos animados japoneses: la puerta corredera de papel, el suelo de tres tatami, el sonido de una fuente de bambú… y las marionetas perfectamente alineadas. Si no hubiese visto los mismos pequeños kimonos doblados sobre la mesa, tal vez Torres no habría tenido que salir precipitadamente. Tanto orden le mareaba.

–¿Todos sus secuestradores son así? –preguntó a Yamato cuando el policía le ofreció un cigarrillo japonés. Era blanco y alargado, con una nebulosa azul en la boquilla. Torres lo aplastó ligeramente con los dedos antes de llevárselo a los labios, tenía una consistencia extraña.
–¿Qué esperaba encontrar?
–Un montón de huesos debajo de la escalera. –El inspector le dio una larga calada al Mild Seven–. Sí, eso hubiese estado bien –añadió, asqueado.

Autora:
Meri Palas